En Iraq las navidades transcurren con la banda sonora de la danza de la muerte de fondo. Sus habitantes no tienen tiempo para acordarse de lo que es la felicidad, acostumbrados a vivir bajo una mano de hierro desde antes de la llegada al poder de Sadam. Las madres corren a la salida de los mercados llevando de la mano a sus hijos, rezando para que, a su paso, no explote la bomba de turno, dando gracias a Dios por volver a casa sanos y salvos después de comprar la comida de la semana.
Las tropas norteamericanas, alojadas en lo que antes fueron los palacios de veraneo de Sadam, intentan poner remedio entre el caos que gobierna el país, los suicidas, con los ojos inyectados en sangre, creen que serán recibidos en el cielo como mesías, por haber arrebatado la vida de cualquier ser humano. Primero fueron las armas de destrucción masiva, después el tirano, ahora la democracia y mañana las viviendas por construir para que las grandes empresas se vayan con los dientes bien afilados y las manos llenas.
El Rey Dinero se pasea por las calles, con su esposa la Duquesa Muerte, ambos de la mano, sonrientes cual niño con playstation nueva, sabedores de que son los únicos que serán bien recibidos en cualquier lugar de Iraq, y del mundo. Nadie tendrá valor para asesinarlos, nadie querrá quitárselos de encima -sobre todo a él-, ellos son, al fin y al cabo, los grandes beneficiados de cualquier catástrofe, el primero, de este mundo, y la segunda, del otro.
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