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Muchos de aquellos que murieron horriblemente destrozados y atrapados por el embate de esas furiosas montañas de agua, es muy posible que aquella mañana se hayan prosternado ante sus particulares dioses con la mayor de sus devociones para que les protegieran y les brindaran legítima paz a ellos y a todos los suyos. Acaso sonrieron esperanzados con la perspectiva cierta de haber sido escuchados y dedujeron con inocencia que el retumbar de esas moles enfurecidas eran la plena constatación de aquello. Pero esos dioses o jerarcas tutelares acaso estaban ocupados en otros menesteres, quizás evaluando sus divinas políticas de calidad, o simplemente revisando las estadísticas y verificando logros, mejoras y retrocesos, vaya uno a saberlo. La naturaleza desbocada, entretanto, desoía aquellas oraciones y atacaba al hombre con el más adusto de sus ceños, sabedora que aquel hormiguerío frenético no sería capaz –como casi nunca lo ha sido- de oponerle alguna ligera resistencia. Y arrasó con multitud de edificios, se introdujo en las casas para despertar a la muerte a tiernos infantes, los caminos fueron su cauce, las aguas se transformaron en asesinas feroces que cercenaron tal cantidad de vidas como esperanzas e ilusiones se anidaban en aquellos corazones desolados.

Acaso ahora, esos dioses contemplen con sus tutelares ojos aquella horrible barbarie cometida por esos elementos que de algún modo, permanentemente se desbandan y con las manos apretujando sus divinas testas se nieguen a comprender hasta que punto puede salirse de madre aquella fuerza devastadora y que sólo basta un simple pestañeo suyo para que destruya lo que tanto ha costado construir. Lo peor de todo es que no es posible devolver a los suyos aquellas vidas cercenadas, ni secar esas lágrimas, ni calmar aquellos gritos desgarradores, no es tiempo ni de milagros ni de redenciones porque en esta era, el hombre se parece demasiado a sus dioses, imita bastante bien sus ademanes y hasta se permite adivinar de vez en cuando sus misteriosos propósitos.

Entonces, aquellos celestiales jerarcas se consuelan simplemente porque la tragedia puede obligar al pequeño ser a meditar, a no creerse el cuento que ya está a su excelsa altura y lo único que puede concederle en estos casos, es un manantial de lágrimas para llorar desconsoladamente hasta quedar con sus cuencas secas y despertarle en esa cabecita diminuta que a veces peca de soberbia, una simple conmiseración que invoque de inmediato a la solidaridad. Los muertos no regresaran y aquellos rezos inútiles desplegados antes del desastre, se disolvieron inutilmente en los furiosos torbellinos. Mas, surge la esperanza que el hombre recurra a sus propias fuerzas y se hermane con quienes considera sus enemigos y así, haciendo un alto en sus múltiples y a veces estúpidas diferencias, tienda sus manos y las entrelace hasta formar una amplia red de esfuerzos compartidos. Los dioses, desde sus alturas, sonreirán acaso complacidos y se juramentarán para, de aquí en adelante, no comportarse con tanta desidia ni distracción con esos seres diminutos que, para bien o para mal, siempre serán sus amadas criaturas…











Texto agregado el 27-12-2004, y leído por 276 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
28-12-2004 La Naturaleza tiene razones que la razón no conoce y los dioses también. La solidaridad entre los hombres será lo que los dioses esperan y si no los pone a prueba... y vaya pruebas. Un abrazo y * graju
 
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