Una de las muchas cosas que aprendí cuando aprovechaba mi tiempo, fue a tragarme la vergüenza.
Recuerdo el silencio, sólo roto por el sonido del viento, de mi respiración y de la nieve aplastada bajo mis pies. Recuerdo la oscuridad, apagada por las escasas farolas de luz amarilla trepando por el gris de las casas. Recuerdo el frío y el viento cabalgando juntos, y abrazándome como alegrándose de verme. Recuerdo la agradable sensación de perderme por calles sinuosas y desordenadas, descubriendo estrechas plazas y patios, ventanas empañadas con quietas figuras dentro, chimeneas humeantes, puertas cerradas, abrigos negros y callados. Recuerdo agua cayendo de los tejados, y las gotas salpicando en los charcos de la acera de adoquines, marcando el tiempo del largo invierno.
- Voy yo.
- ¿Seguro? ¿Crees que lo encontrarás? Está oscuro. La licorería está en Stikliu Gatvé, a unos 20 minutos de aquí. Abrígate y lleva un paraguas.
- Nunca uso.
No me habría importado mucho pasar una Navidad sin vodka, pero perderme aquel paseo nocturno, eso no.
Me llevó casi tres cuartos de hora llegar al sitio indicado, y no por problemas de orientación, sino porque el camino más interesante siempre parecía el que más se alejaba del correcto, como intentando resumir mi vida.
El acceso a la licorería desde Stikliu Gatvé era imposible de localizar sin conocerlo, o sin un plano en una servilleta como el mío. En el callejón entre los números 17 y 19, donde desaparecían los adoquines y el barro ocupaba su lugar, un pobre borracho celebrando un día más de vida anunciaba la inminencia del local, como un neón intermitente ahora bebo - ahora muero. Hacia la mitad del callejón, unas escaleras que bajaban al sótano del edificio, y después un corredor oscuro de unos cincuenta metros que desembocaba en unas verjas metálicas atadas con una cadena. Era el timbre. Golpeando la cadena contra las verjas se abría una puerta tras ellas, apareciendo una sombra que alargaba la mano donde dejar el billete de diez. Por entre los barrotes, una botella de Stolichnaya envuelta en un papel de periódico.
El camino correcto era efectivamente mucho más corto. En apenas 15 minutos ya casi había llegado de vuelta a casa. Una luz más intensa que las demás indicaba una tienda abierta. Junto a ella, ella. No puedo calcular su edad, pero seguro que era mucho más joven que lo que aparentaba y mucho más vieja de lo que era.
Llevaba un bastón en el que apoyaba su cansancio, un pañuelo negro sobre las canas y una gabardina de caballero sobre una chaqueta de lana. Sus zapatillas de felpa estaban empapadas por la nieve.
Contaba monedas en el umbral de la puerta. Monedas pequeñas, viejas, sucias, que se escurrían de entre sus manos ajadas, sin tacto. Contaba y miraba hacia la tienda, en cuyo escaparate se mostraba la mercancía. Pan, un par de zapatos, una linterna, latas de pescado ahumado, ropa de niño, utensilios de cocina,... Una y otra vez contaba las monedas y apretaba el puño al terminar.
Al pasar junto a ella yo miraba sus manos para evitar sus ojos. Con el bastón en la muñeca, una de las manos me pidió que me detuviera, y la otra me enseñó las monedas. No le costó mucho hacerme entender que apenas le faltaban unos kopeks para comprar el pan. Y a mí tampoco me costó meter mi mano en el bolsillo y añadir otras monedas a las que ya tenía.
Poco después la anciana salía de la tienda con el pan partido en dos pedazos. Quería compartir conmigo su cena de nochebuena. A pesar de que me negué en repetidas ocasiones, ella tomó el pedazo de pan y lo metió en mi mochila. Me quedé con él, me sonrió, se compuso ligeramente la gabardina y el pañuelo y se fue. Me quedé frente a la tienda viendo como se alejaba, arrastrando las zapatillas de felpa por los surcos de nieve de la acera.
De camino a casa me atormentaban los cientos de cosas que podría haber hecho por ella. La vergüenza de mí mismo me impedía mirar atrás.
- ¿También has traído pan?
- Sí, pensé que podríamos necesitarlo. |