Día de visitas. El hospital se abarrota de personas que aguardan a la salida como si se tratara de un importante partido de fútbol. Cuando se franquea el paso, la gente se funde en una abigarrada masa que pugna por ingresar para abalanzarse sobre sus enfermos y aprovechar al máximo aquella breve hora en que podrán auscultar a su familiar, verificar sus avances o constatar que el panteón está a sólo un suspiro. Los enfermos yacen en sus camastros, algunos muy pálidos y desencajados y otros ufanos y rozagantes, como si estuvieran en un simple plan de reposo. Aparecen los familiares para abrazarlos efusivamente. A veces corren lágrimas mútuas, hay abrazos, ternura, congoja. Pero en otras, el enfermo pasa a ser una simple anécdota, puesto que el reencuentro de los familiares que no se han visto desde hace mucho, trae aparejado el que se midan y reconozcan en medio de un irreverente jolgorio.
-Estás más gorda, Carmelucha.
-¿Y que quieres? ¡ la buena y la poca poh!
-¡Que grande que está este niñito! Y yo que lo conocí cuando era apenas un potrillito.
-No me vengai a tratar de caballo al cabro, yegua infeliz.
Y la enfermita, sonríe desde su lecho, dichosa de verlos a todos reunidos.
No falta el desubicado que comenta que la última vez que estuvieron todos juntos fue cuando se murió el abuelo. Algunos lo miran con cara de espanto, pero muy luego se dan cuenta que la enfermita está más sorda que una tapia y que todo lo celebra, así le digan que la parca la está esperando asomada detrás de la puerta.
Algunos enfermos contemplan el techo con sus ojos tristes. A ellos nadie los visita y acaso visualicen en ese espacio blanco que pende sobre sus cabezas a sus hijos, aquellos que abandonaron el nido y nunca regresaron. O acaso se materialicen aquellos que se fueron para siempre y ahora, ligeros y transparentes, les hacen morisquetas para que recobren sus fuerzas.
También están los enfermos desahuciados, aquellos que tienen sus horas contadas y que aprovechan estos breves momentos para ordenar sus asuntos terrenales, aconsejan a los mayores para que actúen con cautela y equidad y a los más sensibles les palmotean con ternura, instándolos a ser fuertes. Aquí las lágrimas se disimulan, pero en cambio los rostros son máscaras patéticas de la desolación, si surge una sonrisa, esta es breve e inexacta y los murmullos intercambiados entre los visitantes se suspenden de inmediato ante la mirada inquisitiva del moribundo.
Finalmente, un guardia avisa que la hora ha finalizado y comienzan las emotivas despedidas, las bromas sin asunto y alguna que otra lágrima que se escurre de los ojos cansados de los más ancianos. Los ufanos se reacomodan como si se aprestasen a ser expuestos a una sesión de solarium, los desencajados se sumergen entre sus escuálidos huesos, refugiándose en sus recuerdos, los desahuciados miran nostálgicamente al grupo que se retira y aquellos que no recibieron visitas son los más privilegiados puesto que se quedan con sus fantasmas e imágenes desvanecidas.
El hospital queda sólo, deja de ser una patética sala de exposiciones para volver a ser un simple hospital…
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