Era la tarde de un día demasiado largo. El jovato estaba esperando el descanso que sin duda le traería la noche. Había cruzado sin despeinarse el cementerio de los días y estaba por caer en el abismo de lo oscuro.

¿Temor?. Nunca se lo hubiera permitido. Tan sólo curiosidad. Allí nomás lo aguardaban todas las respuestas de la vida.

Estaba en paz. Había jugado tanto que ya no importaba saber si podía retirarse ganador. Cada mano la jugó lealmente, sin quejarse de las cartas que le habían tocado en suerte y, hasta ese momento, sin trampas.

Pero algo apareció. Una mujer, que se metió en su atardecer como una intrusa, mostrando su juventud irrespetuosa y sacando al galán de la modorra.

El punto no sólo se dejó atrapar, insistió en ello. ¿No se merecía acaso un último partidito? Poco le importaba saber que perdería por goleada.

Qué desenfreno... Claro, el tema lo organizó de manera tal que la duración de sus escapadas tuvieran el límite justo. Nada de jugarse los 90 minutos. Apenas una incursión en el segundo tiempo y a veces, con suerte, un golcito y a saludar a la hinchada.

Resulta que la mina se lo creyó y quiso más. El fulano comenzaba a sentirse incómodo, por un lado su desesperación de prolongar el paraíso, por el otro la certeza de que eso no podía durar. Así que andaba meditando la forma en que le evitaría a la percanta males mayores, y nada se le ocurría.

La realidad se encargó de resolver el problema. Un purrete que oficiaba de mozo en un boliche preguntó sin mala intención:

- ¿La copa helada es para su hija? -

... y el telón cayó sobre ese par.

ergo.