Alcanzó con un vistazo. El fulano aunque pichón, había pateado la yeca lo suficiente como para relojear que el negro no era lerdo ni de arrugar. Se movía como un gato y miraba de frente, como un hombre ese piojoso. No tenia manos de pianista y de lejos se veía que laburaba con el lomo. Sin duda gente de cuidado.
Pero tampoco era cuestión de recular y menos delante de terceros, así que por cuestiones del momento, la luz de los cuchillos iluminó aquel empedrado. Vaya a saber cuál fue la diferencia entre ese par, ni ellos se acordarían.
Al principio sin intención de clavar, apenas unas fintas y unos planazos, como “pá lucirse”. Después el cansancio, y un primer corte avisando que el tema podía terminar mal. El segundo corte, más profundo y en la zurda que cubría, terminó con la pavada: el asunto iba en serio. La ira hizo pata ancha en la mollera del atorrante y ya no vio nada más.
En un pasaje, abrazados como bailando, lo ensartó en el costado. En ese instante se pararon los relojes. Sacó rápido como arrepintiéndose pero era tarde, estaba hecho. Recién entonces comprendió la desmesura.
El blanco de las camisas domingueras, mugriento de rojo. Él, parado… atónito. El otro, sentado, espalda en la pared y ni una queja mientras se tapaba el agujero con la palma de la mano. Todo un hombre ese muchacho.
El mundo empezó a girar otra vez y el compadrito aterrado, lo miró al cumpa en el suelo y pensó que así, tranquilamente, el negro se iba “pá´rriba”
Los terceros se piantaron, así que como pudo lo cargó hasta el hospital, que estaba cerca. En la guardia del Fiorito, cuando preguntaron qué pasó, el negro apenas dijo:
- Nos encaró una patota a la salida del bailongo, y eran muchos... -
Qué personaje ese negro. Mientras lo parchaban, casi grogui pidió: Avisá en “tal lado”, decile a la vieja que estoy bien, que mañana voy. Como si fueran amigos.
Después fueron hermanos, nadie se les paraba enfrente cuando andaban en yunta; y de ese encontrón, jamás cruzaron palabra.
Con los años, el atorrante se hizo manso. Aprendió que nadie puede ser tan macho como para ganarle a su propia ira. Le entró a temer a ese potro, no fuera cosa que alguna vez lo llevara tan lejos que ya no pudiera volver.
ergo, allá por camino Pasco.
Un cariño a la papusa
esa que llaman Chantal
que un "Rincón del litoral"
supo tenerla de musa.
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