Siendo el fulano un purrete, lo acompañaba a la escuela; y al salir, allí estaba esperándolo con la sonrisa del reencuentro. El pibe solía caminar orgulloso acompañado del mejor perro del mundo, de ese maravilloso mundo que él conocía: su barrio ¿quién se le atrevería con semejante ladero?
Mientras el pibe se hacía grande, el hermano envejecía...
Hacía ya un tiempito que no podía levantarse solo, así que dos veces por día con ayuda de una arpillera a modo de cincha se lo ayudaba a salir al patio para que hiciera sus cosas, aprovechando el momento para asearlo un poco y, con mucha paciencia, lograr que morfara algo. Pero esa mañana tampoco las manos lo sostenían, apenas la cabeza conservaba algún movimiento. La cosa venía mal para el cumpa. Cuando empezaron sus miserias ya no podía subir la escalera hasta la zapie compartida, así que se le preparó un colchoncito en el garage para que atorrara calentito, y allí estaba desde entonces.
Don Alfonso, que lo atendía de cachorro, esa vez ni siquiera vino. Ante la consulta insistió una vez más en que ya no había nada que hacer salvo el tema de la inyección; ésa que terminaría con los problemas y hasta se ofreció a hacerlo.
Laico le tenía bronca al tordo desde aquellas vacunas que le aplicaron de cachorro. No sería justo entonces que estando tan indefenso, tan dolorido, entreviera además una agresión. Así que el punto no agarró viaje. Sintió que era su responsabilidad, no era algo que debiera hacer algún ajeno. La cosa debía quedar en familia.
El muchacho se acercó con el arma en la cintura. Mientras con la zurda y como tapándole los ojos le hacía la última caricia, con la derecha sacó el arma, se la apoyó en la cabeza y un plomo terminó con el asunto. El animal relajó los músculos contraídos por el sufrimiento y mientras largaba el último resuello, apenas movió la cola como agradeciendo. Terminó así la indignidad de su agonía.
Laico no se fue sólo, con las primeras lágrimas de un hombre se llevó para siempre la alegría del purrete.
ergo.
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