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"Airbag"
(Ultra-Adjetivizada Absurda y con oraciones y palabras de dudosa correctud Historia)

Amanecía tranquilamente, mientras el sol se escabullía serenamente por la montaña. El lago tiritaba pacificamente, todavía empantanada en sangre fresca. Una multitud de flores se movían apaciblemente con el viento, algunos petalos flotaban en la roja y cristalina agua, como a la deriva, sin nunca hundirse ni despejarse del agua. El calor era sofocante, ese calor humedo que apenas te deja abrir la boca, de ese que se te estanca en los pulmones, claro, por que el sol era especialmente amenazador hoy día, sin ninguna sombra a mi haber. Me recosté en el pasto, al lado de unos hongos, que sabía venenosos. Es curiosa la historia de esos hongos, llegaron por esporas hace mucho tiempo, perdidas entre el viento amarillento del verano. Cayeron generosas, hace mucho, en un castillo que resistía a un prolongado asedio. Los defensores lo tomaron como un milagro de su dios, al ya no tener mas comida que unas pilas de heno y cebada de dudosa salubridad, y se atiborraron con ellos. Pobres... todos murieron, al igual que los que ocuparon el castillo, que celebraron las fiestas con los susodichos hongos del verano. Y del verano, porque solo nacen en verano, en los inviernos se esconden latentes entre la tierra húmeda, sin decir ninguna palabra, tratando de no ser descubiertos, para luego reventar y exhibirse jugosos a los ineptos transeuntes. También he oído alarmantes historia de que les sirven de comidas malvadas madres a sus ingenuos y no deseados hijos, para librarse del resultado de tanta improvisada pasión.

La mañana transcurrió tranquila ese día de verano, tan tranquila que me despertó un inusual apetito ver a esas rechochas nubes flotar divinamente en el cielo. Lamentablemente, las aceitunas que oportunamente llevaba en mis bolsillos estaban todas secas, y las que no, podridas. Asi que me apresté a comer uno de esos deliciosos hongos que tenía a mi derecha. Los mastiqué con dedicación, al sentir su delicioso sabor amargo y metálico, y el tan agradable sangramiento que te producen cuando llegan a reconfortar tu estómago. Tosí abundantemente, con intermitentes manchas de un vibrante carmesí. Hace tiempo que había escuchado de mi sabia abuela, que las flores, esas rojas y rugosas, que crecen en este prado son de magicas y asombrosas cualidades para curar hasta la peor de las toses. No perdí el tiempo y desarraige un buena cantidad de ellas. Las molí con una piedrecilla cercana y me tragé apurado aquel delicioso y floral menjunje. Lo mejor sería quizás ir celeroso a una buena urgencia médica, para que me presten oportunas atenciones. Me levanté y caminé hacia la carretera que tenía a mi espalda. Era una carretera enorme, de puro e inmesurable asfalto, liso y brillante, gris y suave, con un enorme y viejo árbol plantado en la mitad de ella. De todos los árboles que había visto en mi vida, y como este era el primero, veía que es el más verde y elegante. Con su tronco imponente, estaba enraizado en lo más profundo de la carretera, y, de vez en cuando, se levantaba peligrosa alguna seccnnión de la carretera. Pero como todos sabíamos, no había muerte tan bella y digna como la que te da de sorpresa un árbol. Por eso por ley se plantan con regularidad pavorosa, numerosos árboles por todas las carreteras de nuestro amplio país. Asi que corrí y corrí cual vólido por la carretera, con la mirada fija en aquel lejanoso horizonte.

Todas las carreteras desembocan en el mar, lo cual es obviamente muy lógico y natural. ¿No sería anti-natura que nuestros caminos se dirigieran a artificiales caseríos, en vez de aquel infinito y universal padre, el mar?, Claro que sí, por eso, cual ríos todo los caminos terminan en las olas, al igual que nuestros autos que corren envueltos por una sana alegría a reencontrarse con su padre ancestral. Y ni hablar de la gente que los conduce, que no pueden resistirse a tanto afecto y reencuentro, y terminan siendo uno con el oceano lejano. Me invadía un sentimiento reconfortante, al poder escuchar sereno el sonido de las olas chocar contra la playa de arenas blancas. También me divertía viendo como se veía todo de cuadritos, y muy colorido, como siempre es en las localidades cercanas al mar. Ya veía algunas casas, con sus puertas de pino añejo y sus humildes ventanales de colores. Eran menos las casas, que la última vez que estube aqui. Obvio, todos los años, se cae una al mar y navega hacía otra localidad, recorriendo islas y bahías exóticas. O quizás, lo que sucede con increíble frecuencia, se hundiría cual barco pirata, con sus multiples secretos y silencios que siempre atesora una casa.

Al final llegue a la blanca playa, que estaba en un estado de ensueño, tan típico de las playas del sur. El cielo nocturno profundamente azul, con una luna llena exageradamente brillante, con ese resplandor blanco quemando la orilla. Entre las bravas olas, me divertía al ver como la prosesión elefantes caminaban infructuosos tratando de avanzar, con esas tan típicas estrellas, como puntos luminosos blanquecinos, que los rodean. De vez en cuando, sin quererlo, algun elefante aplastaba a algun bañista desprevenido, o hundían un barco pesquero tratando de volver a puerto seguro. Cosas que solían suceder, ¿cómo poder evitarlo?. De todas forma, el atractivo turístico de la prosesión era de indudable factura para la ciudad, cada día más pequeña. Me senté en una piedra curiosamente erosionada, una piedra como las tantas que nacían de entre la arena interminable y solitaria, que le daba al lugar una apariencia lunar. Cerré los ojos y focalicé el sonido del crujir del océano. Aquel sonido, cada vez se hacía más y más lejano, sin saberlo, se apagaban una a una las notas de las olas, incluso el fa sostenido que hacían al chocar contra los roqueríos costeros. Abrí los ojos lentamente, y de improviso me vi rodeado de gente, de diversos colores y formas, actutides y vestimentas. Se bañaban y se revolcaban en la arena, vacíaban canteros copados de agua cristalina en el mar. Todos sonreían sin reir, y conversaban sin mascullar. La luna estaba demasiado fuerte este día, por lo que me quemaba suavemente los párpados. Respiré hondamente una bocadanada de aire costero, y me decidí a preguntar donde estaba la urgencia médica más cercana. Una mujer se volteó al escuchar mi pensamiento, - Yo diría que deberías ir hacia aquella isla perdida horizonte, donde brilla aún el cielo verde- busqué entre la línea que media al Oceano y la inmensidad celeste... pero no ví nada, aunque todavía podía ver la isla en el reflejo de los ojos de aquella mujer, cuidadosamente perdida en el penetrante negro de su pupila. Corrí hacia la orilla, y me sumergí completamente en las cálidas aguas del verano, dejandome arrastrar por la fuerza de las olas. Mientras flotaba apacible, cada segundo transcurría como año, por la interminable marea de pensamientos que me abrumaba. Me pasaba cuando veía demasiado las inmortales estrellas, lo que era peligroso, porque si las miraba por aún más tiempo empezaba a sangrar a ríos. Ahora mismo sentía una cálida gota escurrir por mi frente. Lo mejor sería ponerse boca abajo...

Pasaron los años, y llegué a la orilla de una abundante isla, de un inmenso cielo verde, como el verde de la penunbra. De los árboles colgaban pesados racimos de frutos rojos y naranjos. Estaba todo cubierto por altísimos árboles y húmedos musgos, todo a excepción de una pequeña choza de cañas secas y tejado de palmas construída encima del agua. No perdí el tiempo y entre. Ahí estaba una anciana de alrededor de 90 años, con los pelos canosos y la piel morena, preparando una infusión de apetitosos frutos tropicales. Cortaba cuidadosamente rodajas de piña y papaya con un hacha, para luego hervirlos delicadamente en una hoja de plátano. Aparentemente no me veía, asi que hice un gesto gutural. - ¿Me podría decir dónde estoy?- sin descuidar sus quehaceres me respondió - La respuesta la se tanto como tu- mientras terminaba de machacar las últimas flores selváticas. En ese momento la reconocí, claro, había pasado tanto tiempo de que mi abuela había muerto, que de ella conservaba solo un eco. - ¿Tienes algo de medicina?- sirvió en una taza aquella extraña agua, y me la pasó. El aroma dulce y fuerte me recorrió por completo los pulmones, y la bebí con una dedicación casi orgásmica. Salí de la cabaña, y aproveché a la salida de echar un último vistazo a mi abuela. Ahí me quedé quieto, cerré los ojos, y desaparecí entre el sonido del oleaje. Abro los ojos y estoy nuevamente en el prado, y a mi lado estoy yo, tendido y bañado en sangre, abrazando con una mano unos cuantos hongos deliciosos. Estuve muerto 30 años.

Weno, esto es un cuento que hice como homenaje y burla a la forma de escribir que tiene el realismo mágico latinoamericano. Ah, y los hongos no era psilocibes, eran solamente venenosos. Es largo, asi que con que lo lea uno, feliz.

Texto agregado el 24-12-2004, y leído por 238 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
24-12-2004 Pues yo lo lei, se me hace incoherente que se diga homenaje y burla, pero hay libertad, por otro lado, el comienzo de la historia es lenta, quizas no tiene un encanto de sujetar al lector para que termine la historia como lo hace el realismo magico, las frases parecen filosofales, mas que un realismo megico, el enfoque del tiempo, a mi no me gusto, auque sinceramente, la historia viendo su argumento, es buena, tomando en cuenta que la presentacion puede ser diferente, dando un verdadero homenaje al realismo magico, saludos. elespectador
 
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