Era una casa penumbrosa que parecía haber sido pintada por los pinceles tenebristas del Caravaggio. En ella vivía un matrimonio de bastante edad y su hijo mongólico. La luz mortecina de un televisor en blanco y negro, desdibujaba con sus cambios de iluminación aquellos rostros ya deteriorados por tantos años de miseria. La melancolía, el desánimo y la propia vejez, parecían haberse encaramado sobre las espaldas de ambos, puesto que se movían con una sobrecogedora lentitud. El anciano se levantaba sólo para regañar a su mujer y esta, enrabiada, lo insultaba con groseras palabras. El mongólico, acaso seducido por aquella encarnizada disputa verbal, tomaba partido por su madre y en su media lengua denostaba a su padre. Este, furibundo, arremetía contra él, derribándolo mientras la mujer se deshacía en aberrantes chillidos. El pobre mongólico, al cual llamaremos Nanito, se levantaba trabajosamente y se abrazaba a su madre. El padre daba por terminada la pelea profiriendo terribles injurias contra Rolando y luego se encerraba en su pieza.
Estas disputas se producían a cada momento, ya sea porque la comida estaba fría, porque el programa de TV era malo, porque no había pan, porque lo miraban o porque no lo tomaban en cuenta y finalmente todo recaía por supuesto sobre “ese vago indolente que no le trabaja un día a nadie, pobre estúpido, estorbo, debería morirse” y dale cachetada al pobre del Nanito que lo único que atinaba a hacer era cubrirse su cabeza con sus manos torpes, al instante que aparecía la madre esgrimiendo algún objeto contundente y “viejo de mierda que te desquitai con el cabro, te voy a romper la cabeza si lo vuelves a tocar, viejo degenerado”. Y así, entre rezongos y lamentaciones, transcurría la dura vida en esa casa siniestra en la cual hacía años que se había fugado por algún vidrio roto la alegría de vivir.
La vida de Nanito estaba marcada por una triste rutina. Mal vestido y pésimamente aseado, había perdido casi toda su dentadura gracias a una severa desnutrición. A veces se asomaba por la ventana para contemplar a aquellas personas que lo quedaban mirando como animalito de feria, le hacían morisquetas y se reían de él y Nanito, inocentemente, les devolvía esas risotadas, transformándolas en una tímida sonrisa envuelta en edulcorada inocencia.
Bofetadas, coscorrones y hasta puntapiés recibía el pobre mongólico de ese padre adusto que de pronto comenzó a ser un extraño en su propio hogar, mezclaba nombres desconocidos con situaciones que jamás hubo vivido. La modesta familia sobrevivía gracias a una miserable pensión que recibía el anciano, pero como éste muy luego fue incapaz de cobrarla, el dinero terminó por acumularse en la caja de seguro social y la ignorancia de la mujer hizo el resto. Como consecuencia de todo esto, la anciana debió salir a la calle a pedir limosna mientras el viejo greñudo y barbado como un Quijote casero, se paseaba por las habitaciones irradiando sus asquerosas pestilencias porque tampoco era capaz de controlar su esfínter.
Nanito permanecía todo el día sentado contemplando aquel televisor apagado, puesto que muy luego cortaron el suministro por deudas impagas. Así, a la tristona luz de una vela, esos tres seres patéticos se reunían en la mesa todas las noches para compartir un miserable pan o una aguada sopa de verduras.
El viejo, pronto ya no pudo levantarse y encogido como un feto monstruoso, profería maldiciones y luego lanzaba fuertes risotadas que enervaban a su esposa. Nanito le contemplaba con sus ojos curiosos, acaso tranquilizado de no saberse blanco de aquellas injurias.
En pocos meses el anciano se transformó en un esqueleto viviente, no comía y sólo bebía las escasas gotas con que se atragantaba cuando la mujer le hacia chupar un trapo empapado en agua azucarada.
Finalmente, aquel día, el anciano ya no tuvo fuerzas ni siquiera para murmurar palabra alguna y sólo se quedó mirando el muro de su mísera habitación. La mujer se sentó a su lado y Nanito de pié junto a ambos, parecía también intuir lo que sobrevendría.
Cuando el viejo exhaló su último aliento, la vieja se largó a llorar plañideramente y Nanito, el mongólico, acaso comprendió que nunca más recibiría esos horribles insultos y esas cachetadas que le hacían saltar los mocos. Entonces, porque talvez se dio cuenta que ese triste sucedáneo de amor paterno se había extinguido para siempre, se abalanzó sobre su madre y comenzó a sollozar con un desgarro y desolación tan inmensos, como nunca ser alguno pudiera haberlo imaginado…
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