UTOPIAS: INFIERNOS POR EL PARAÍSO
“El paraíso en la otra esquina”, es la última novela de mi buen amigo Mario Vargas Llosa. Es la fábula de dos rompimientos radicales, diferentes, opuestas al orden tradicional; dos voluntades tras utopías. La “trabajadora” social Flora Tristán, defensora de los derechos de la mujer y de los obreros y su nieto el artista Paul Gauguin –que dicho sea de paso, con esta novela conseguí un libro de su obra, y me pareció fascinante, y pude entender lo que pintaba-. Éste, uno de los fundadores de la modernidad en la pintura. En ambas historias se exponen como seres portentosos, excéntricos y trágicos. Gauguin, en el balance de su vida, fue un creador insigne, un hombre que nos traspasó una visión del mundo del arte: su tragedia personal nos deja una obra única, rica e indeleble.
Flora Tristán, fue una más de las utopistas, reformistas, activistas sociales del siglo XIX, dentro de una corriente vasta, contradictoria, llena de personajes y de peripecias celebres. Hizo una contribución ardiente, vibrante, pero definitivamente menor. Ella pertenece al espacio de la novela, a los dominios del escritor como “historiador privado”; la vida de Gauguin, en cambio entra de lleno en la historia del arte universal. Con todo esto y aquello, Vargas Llosa ha metido las dos historias a un mismo saco novelesco. Ha hecho una novela sobre situaciones y personas del siglo XIX. En él, desenfada para manejar la historia y la ficción, para transformar situaciones históricas en ficciones narrativas, para contar la historia con el lenguaje de la novela. Se podría decir que esta novela está salpicada de detalles históricos: nombres de lugares, de calles, personajes secundarios que existieron, batallas olvidadas por la historia, como la de una guerra civil, en el Perú, desatada cerca de Arequipa.
El título, alusivo a un juego infantil de época, es irónico. El paraíso siempre está más allá y a cada instante se evade, se aleja de los personajes y de los lectores, en tanto que las páginas transcurren en las tinieblas. Tal vez por esto, la novela carece de toda complacencia; no hay concesiones ni sentimentalismos dulzones, como en las novelas de moda de estos días. El destierro de Paul Gauguin en la Polinesia Francesa, tuvo momentos de inspiración superior, pero consistió en la realidad, en una serie agobiadora de momentos de miseria y humillaciones. Flora Tristán fue una terca obcecada, una laboriosa hormiga; indiferente frente a los detalles de la vida cotidiana; con excepciones, vivía en medio de la hostilidad, del rechazo. Estaba tan acostumbrada, tan endurecida, que tomaba a sus muy escasos benefactores y a sus furiosos y numeroso detractores con relativa indiferencia, con distracción.
La oposición, la ruptura y el rechazo, fueron la conducta superior y tuvieron lo que podríamos llamar hegemonía intelectual y moral a lo largo del siglo XIX y es lo que conocemos como Romanticismo. Flora Tristán y su nieto Gauguin, encarnaron esta oposición, esta voluntad de poder, de ruptura en dos polos: el orden social tradicional, heredado, y el arte tradicional. Vargas Llosa, que también pertenece a una generación de ruptura estética y política, pero que a tenido tiempo de hacer aquello que Octavio Paz llamaba “la critica de la critica“, sigue a sus personajes desde muy cerca y los recrea con una actitud compleja, que quizás podríamos estimar también como ambigua. La lucha de ambos se vuelve a veces irritante y absurda. La voz narrativa consigue evitar los escollos por medio de un tono constante de invocación, de alusión mantenida, y por momentos, con suavidad, con un palmoteo en el hombro de burla. La realidad no estuvo a la altura de los sueños, le dice este narrador por detrás del hombro, en un susurro a Koke, como le llamaban los cercanos a Paul Gauguin, y parece que de paso, también se lo indicaran con sonrisa paternal al joven Vargas Llosa.
Es difícil tener dos narraciones paralelas sin que una predomine sobre la otra. Los capítulos de Gauguin son siempre apasionantes; los de Flora además de ser intensos, uno se enrabia con los sueños y en como la Tristan quería cambiar el mundo, negando incluso su sexualidad, a través de eso que lamentablemente aún embauca: las utopías gregarias. Gauguin representa la utopía individual, que se puede conseguir por instantes, a diferencia de una abuela, que encarna la utopía social.
Además de colocar dos revoluciones en el escenario, parece insinuarnos que una de ellas, la revolución estética - y no estítica-, la que anunciaba la vanguardia en el arte, al parecer de menor profundidad social, llevada a cabo por personajes caprichosos de costumbres dudosas –llegando incluso a relaciones ambiguas con púberes-, sería sin embargo la más duradera y la de raíces más sólidas.
En los capítulos de Gauguin, además de la biografía, de la recreación del personaje histórico, existe algo difícil de explicar, inefable y que es el proceso interno de creación de algunos de los cuadros; el escritor nos permite que nos acerquemos y que adivinemos el misterio. Gauguin a pesar de la incomprensión, de la pobreza, miseria, la pestilencia y la enfermedad, se perdió por la pintura y fue salvado por y para la pintura. Flora Tristan se salvo gracias a su optimismo.
En sus años de juventud, Paul Gauguin era un buen burgués; trabajó con exito en la bolsa de comercio parisina, casóce con una escandinava hermosa, la Vikinga, con la que tuvo varios hijos y fue pintor de fin de semana. La decisión durante sus treinta y tantos de hacerse pintor a tiempo completo fueron una de las claves de su vida: el descalabro económico, el fracaso matrimonial, el autoexilio y la soledad interior fueron la consecuencia de esta decisión. Sin embargo tenía en común con su abuela Flora, una voluntad férrea que no se doblegaba con nada y frente a nada. Concluyó que para pintar la verdad, tenia que romper con el orden social y económico y volver a la naturaleza, a una forma de comunión física con el mundo, a romper con la concepción cristiana occidental entre naturaleza y espíritu.
Su amistad con el “holandés loco”, Vicente Van Gogh, contribuyó a su decisión de ser artista o mejor dicho de dedicar su vida a crear; juntos alcanzaron a tener formas superiores de conocimiento: el halo en la pintura, era la luz de lo religioso, pero adentro de la cotidianidad. Con Paul Gauguin el color no debía imitar la naturaleza, era al contrario, parte esencial de una re-creación y reinvención del mundo. Con esto Gauguin se adelantaba a muchas teorías posteriores incluso al “creacionismo“ de nuestro Vicente Huidrobro y del francés Reverdy.
El destino trágico está en ambas historias, la obstinación y la fidelidad a las propias concepciones del arte en Gauguin y del nuevo orden social para mujeres y obreros en Flora Tristan marcan la novela. Gauguin buscaba un paraíso primitivo, un lugar donde la comunión con la naturaleza y la libertad natural fueran ilimitadas, pero ese paraíso siempre estaba mas allá. De Tahití va a las Marquesas buscando lo primitivo y descubría que la promesa del edén se había refugiado hacía mucho tiempo en tierras del interior. Pero había huellas como la facilidad casi pedófila para escoger niñas-mujeres, o la presencia desprejuiciada de los mismos “Ma’ hus” hombres-mujeres o los ritos relacionado con el tatuaje. Su pintura fue una visión libre, imaginaria de los que podrían sé aquellos mundos. La utopía de Flora era otra y quizá en última instancia la misma: un paraíso enclavado en el futuro en la sociedad sin clase y sin necesidades ¿ son estos personajes de la historia que con sus ideales y sus sacrificios nos permiten hoy tener vidas menos mediocres y mentes mas desprejuiciadas? Es probable que sí. La última novela de Vargas Llosa, tiene el merito de tener muchas lecturas y su ambivalencia le permite ser a la vez una novela del siglo XIX y del siglo XXI; novela de aperturas y rupturas dramáticas y dolorosas.
Obtuve la novela original, antes de ser lanzadas al público marzo del 2003 y la leí en pocos días. Hace un par de semanas que volví a leerla y me di cuenta de lo grande que es este escritor. Su relectura me dio nuevas interpretaciones distintas a la hechas originalmente. Sin duda, Mario Vargas Llosa merece hace tiempo el Nóbel y es quizás uno de los mejores escritores vivos de habla hispana.
Hoy por hoy en el living de mi casa contemplo una obra de Gauguin “Cantos Bárbaros”; está solitario en medio de la muralla granulosamente blanca, y comprendo por qué los colores, el cómo de la composición, el sino del tema, que sin la novela no hubiese comprado y comprendido para nada esa replica de la obra y disfrutado de ella. Esa es una grata consecuencia que viene en una novela como ésta, el poder involucrarte con otras formas de arte y comprender mejor por qué tal autor concibe de tal y cual forma su visión de la realidad
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