El capitán de los mares del sur
Era una noche helada. El Capitán miraba el horizonte a través del pequeño ojo de buey, y se acordaba entonces de tantas veladas como esa, aislado en la inmensidad del invierno austral, al acecho de un cielo delator lleno de estrellas. Las olas, a veces de más de diez metros, golpeaban con insistencia y parecían querer destruir a todo navío osado y dispuesto a desafiar con insolencia la furia de los elementos. Pero para el Capitán era algo de rutina, como el desayuno por las mañanas.
El “Espora” surcaba una vez más las olas poderosas, las borrascas sorpresivas, los vientos castigadores. Desde el castillo de popa observaba indiferente el embate del mar embravecido, con la férrea actitud de un hombre sin miedo y lleno de confianza en sí mismo.
El timón era una extensión de su brazo, casi una parte de su cuerpo. Había nacido para eso, para afrontar las tempestades más mortíferas, los huracanes más feroces. Por sus venas corría sangre mezclada con la sal que impregnaba los mares. Siempre mantenía un comportamiento solemne y austero, pero a la vez era cordial y amigable. Sus ojos, casi transparentes, parecían haber sido gastados por el sol despiadado. Era un hombre robusto, de manos desproporcionadamente grandes, y su barba de largos rizos ocultaba la mitad de su rostro.
Hace poco había cumplido más de medio siglo, y contaba ya con más de treinta años navegando. Treinta años de servicio hacia su amada patria, desagradecida y desinteresada por sus hazañas, y por los australes territorios que él tanto protegía. Nunca le interesó ser rico. Renunció a toda posibilidad de alcanzar fortunas desviándose de sus labores por salvar a náufragos desesperados, sin importarle su nacionalidad ni esperando ningún tipo de recompensa. Lo hacía por una cuestión de hermandad y humanidad. Llegó a conseguir una fama internacional por sus salvatajes, que fueron reconocidos más por países foráneos que por el suyo propio.
El Capitán se sentía guiado por la Divina Providencia, y sabía que lo que hacía le sería retribuido en la otra vida. Hacía oídos sordos a las acusaciones de sus hermanos trasandinos, que lo consideraban un corsario resentido. El se empeñaba en la defensa de su país, de las vastas latitudes patagónicas, inservibles para los gobernantes del centralismo porteño.
Ahora volvía de traer una carga del puerto de Valdivia, que llevaba hacia su Carmen de Patagones natal. Después de atravesar la parte más dura, lo demás fue como un juego de niños. Ya por esos años, el Capitán sentía el agobiante peso de la vejez, el óxido de los huesos producidos por el océano inclemente. Pero aún conservaba ese espíritu tenaz que mantenía vivo a su cuerpo. Se resignaba a retirarse. Su lugar era allí, en las espumas hirvientes de los mares del sur. Descargó las mercaderías sin problema, al igual que lo hacía todas las veces. Una vez que terminó con su labor, se marchó a su casa de inmediato. Sus hijas y su mujer eran para él lo más preciado, y tal vez de no tenerlas, no hubiese podido encontrar una excusa para pisar tierra. Disfrutó de la esperada cena con su familia, y después de acostar a los niños, del café negro con su esposa. Conversaron de las viscicitudes del viaje, y más tarde ya, comenzaron a amarse en un desordenado desparramo, como lo habían hecho siempre desde aquella tarde a orillas del Río Negro. La llama de la pasión todavía se mantenía intacta en los corazones de estos dos amantes, venciendo así el contaminante paso de los años y el sarro de la rutina. Se durmieron profundamente, empapados en un charco de sudor y lujuria.
Durante la noche, el Capitán tosió de una forma violenta, como nunca antes en su vida. A la mañana siguiente se sentía débil y cansado, flotando en una sopa de meteoritos febriles. Su carácter no le permitió descansar, estuvo toda la mañana y gran parte de la tarde trabajando en su escritorio, sin hacer caso de las rogativas de su esposa para que repose en la cama. Tres días gozó de los dolores y las recaídas de una mala salud, hasta que la mujer llamó a un médico de confianza. Éste le contó secretamente a ella sobre el delicado estado de salud de su esposo, y lo hizo en un cuartito separado de su alcoba, a fin de que el pobre Capitán no conociese con certeza su amargo y negro porvenir. El Capitán no ignoraba su triste condición, cuando vio entrar al cuarto la figura fantasmal de su esposa, con su cara pálida de naufragio inminente, él la miró fijamente a los ojos, y le dijo con una actitud de resignación:
- Ya lo sé, me estoy muriendo.
Su esposa no aguanto más, y dejó que sus lágrimas fluyeran como cascadas bulliciosas, y a juzgar por su caudal, hubiesen podido llenar océanos enteros. El esposo trató de consolarla en una situación inconsolable, porque no existe peor mal para una enamorada que perder al hombre de su vida. El Capitán se mostraba fuerte por fuera, pero por dentro la enfermedad le comía sus entrañas, aunque el peor dolor, la más dura agonía, era la desgarradora sensación de renunciar forzadamente al amor de su familia.
Los días transcurrían para el Capitán y su esposa como un reloj de arena, grano a grano, porque ambos eran perfectamente conscientes de que su vida pendía de un hilo, y atravesaba ya los últimos momentos de una cuenta regresiva mortal. Sin embargo, el Capitán seguía navegando contra la corriente de la muerte, aún sabiendo que esa era la única navegación de la cual un hombre jamás puede salir ileso. Seguía escribiendo sin tregua en su lecho de muerte, cartas pidiendo justicia al gobierno de su país, líneas en donde plasmaba su intención de poblar la Patagonia, de explotar sus recursos y aprovechar las bondades de su suelo. Era como mandar correspondencia a un lugar inexistente en ninguna dimensión, pues jamás recibía respuestas. El Capitán nunca perdió la fe en su patria, y dedicó sus últimas energías, su último aliento, para rogar no por sus intereses personales, sino por el bien y el progreso del pueblo argentino.
Su esposa lo encontró muerto una gris mañana otoñal, con su cabeza apoyada sobre el escritorio, con una pluma y varios folios en donde detallaba más recomendaciones geopolíticas para los gobernantes de su país. El pobre Capitán dejó el mundo en la miseria de no haber conseguido su cometido, olvidado y anónimo como tantos otros héroes nacionales en su momento. Se despidió del universo terrenal en la humildad de una vida de renunciamientos y sin riquezas, para ser recordado tan solo en algunos actos públicos aislados, o en las estatuas inmóviles escondidas en la soledad de las plazas, sin el homenaje y agradecimiento debido, por haber defendido las posesiones argentinas en la Patagonia, por haber exaltado el patriotismo en el vasto territorio argentino.
02/12/04
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