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El infiel.

Las últimas palabras que dijo silvestre antes de marcharse fueron una breve semblanza de eso que Maura supuso era la reconocible noticia de que todo había terminado. Y es que con certeza las situaciones los fueron llevando al abandono de sus cuerpos, donde poco a poco ya no sintieron ganas de estar frente a frente sobre su cama. Era el reconocible horizonte negro de su amor perdido. Cuanto más lo meditaba Maura era más claro; él debía de estar con otra persona, una mujer. Alguna amiga del trabajo o de algún bar que frecuentaba con sus amigos, el alcohol, la inercia, todo lo pudo arrastrar a ese punto, pero no, únicamente era la falta de amor. Revolviéndose los pensamientos en su cabeza, cada vez con más frecuencia, las ideas brotaban sin sentido, la sola idea de su abandono le hacía víctima de la desesperación, del enojo, de la rabia que acompaña a los celos de quien ama por sobre todas las cosas y que cree que el amor nunca muere porque lo que siente no conoce el fin. Era apenas ocho meses de matrimonio, muchos más de novios antes de eso, y su relación se iba por la borda, se hundía como el titanic en su primera noche de navegación. La infidelidad de Silvestre nunca cruzó por su cabeza pues a ratos lo sentía tan enamorado como ella que nunca pudo prever que todo termina por extinguirse.
La tarde se asentó en el día y mientras su desesperación crecía quiso salir a buscarlo al trabajo o cualquier parte, no permitiría que la engañaran tan fácil, pero mientras buscaba su abrigo para salir al encuentro de quien sabe que cosa percibió el aroma del perfume que usaba Silvestre, era esa dulcísima poción azul que guardaba en uno de los cajones lo que la hizo estacionarse por un momento en la cama. Recordaba todas las noches que se habían grabado sobre el colchón blanco, era como una nube inmensa donde yacían sus sueños más pasionales. Intentó volver a su tarea pero la fragancia la cercó y la fue meciendo hasta acostarse, las ideas se fueron diluyendo y ahora era el deseo lo que consumía su cuerpo. El vestido ligero que tenía se posaba suave sobre su cuerpo, formando curvas pronunciadas que se estiraban a ratos formando un pequeño valle en su zona abdominal. Ahora sus manos suaves eran más de Silvestre que de ella cuando las bajaba lentamente por su regazo, como si él lo estuviese haciendo, como solía ser antes. Su respiración se hacía profunda y un poco agitada, imaginaba su cabello rizado negro que formaba círculos en su nuca y sus brazos que eran como dos grilletes de hierro que la sujetaban cuando estaba sobre ella. Su voz, su nariz delgada y recta, casi sentía el vaho de su respiración en la cara empañando sus ojos miel como dos vidrios con el vapor de la ducha. Su cuerpo se erizaba de pensar en todo ello, el calor fue subiendo hasta su cabeza y el vestido acabó botado en un costado de la cama mientras su piel jugaba a ser acariciada por las manos de Silvestre al punto que de entre su sostén sus pechos se erguían como estalagmitas. Los labios rosas y húmedos no pudieron detener más a su lengua que acabó deslizándose suave por esos contornos cerezas que tantas veces ofrecieron su agua de manantial a él. Las sábanas se estrujaban con movimientos fuertes pero discretos que daba ella. Como relámpago un escalofrío le recorrió todo el cuerpo y un suspiro enorme se dejo oír por toda la recámara, cesó el movimiento y los lienzos de tela blanca quedaron apacibles como el mar después de la tormenta.
Al poco rato Maura se quedó dormida, semidesnuda y tranquila como hace mucho no lo estaba. La noche se instaló y con ella la llegada de Silvestre, que, dejando su portafolio en la sala subió a la recámara con pasos de ladrón apenas perceptibles. Al ver a Maura durmiendo tranquilamente no quiso despertarla y la besó en la frente diciéndole: te amo, se quitó la ropa y se acostó a dormir, mientras ella entre sueños escuchó aquellas palabras y sonrío.

Texto agregado el 24-12-2004, y leído por 152 visitantes. (0 votos)


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