Era una madrugada templada de verano. Regresaba a casa después de haber sido abandonado nuevamente por la chica que amaba. Para sellar nuestra despedida, hicimos el amor como un par de perros locos; el sexo siempre era así entre nosotros. Sin lágrimas en los ojos, pero con la angustia del adiós, me largué de su habitación.
A esas horas, el transporte público en mi ciudad se asemeja a unos galeones fantasma llenos de cadáveres andantes, navegando en un mar gris de concreto. Bajé del mugroso ómnibus en el paradero 17, con los zapatos sucios gracias al estúpido borracho que se sentó a mi lado. Caminé tres cuadras por una callecita oscura e inmunda; los papeles y bolsas tirados en el suelo eran levantados por el viento, consumando una danza ritual.
No sentía miedo a pesar de la soledad de la calle. Por el contrario, estaba contagiado de la tranquilidad que inspiran las calles vacías. De pronto, salido de una esquina, un pequeño rapaz de unos diecisiete años me saltó encima, intentando hurgar en mis bolsillos para robar mi billetera. Lo agarré del cuello y le propiné un golpe contundente en el rostro. El chico cayó como un bulto al piso.
En ese instante, de la misma esquina apareció otro tipo de aspecto intimidante. Era uno de esos que nacen siendo malditos. Tenía un verduguillo en la mano y me miraba como una bestia a punto de embestir. Debí haber corrido, pero no lo hice. Me mantenía el ansia de enfrentarme a él. Con el puño ensangrentado, le hice un gesto invitándolo a acercarse. Dio dos pasos hacia mí, pero repentinamente su rostro mostró una mueca de miedo. Entonces volteó y salió corriendo como alma que lleva el diablo.
Sorprendido y confundido (aunque, en el fondo, algo aliviado de que mi imprudencia no tuviera consecuencias), pensé en gritarle: “¡Ven acá, mariquita de mierda! ¡Regresa!”; pero el ¡paf! del arma de un policía que empezó a perseguir a balazos al delincuente me lo impidió.
Llegué a casa, me tiré en la cama y lloré por ella. |