De niño, a menudo, iba a pescar con los amigos a una pequeña charca. Poníamos una miga de pan en el anzuelo y rápidamente acudían voraces los pequeños carpines. Los íbamos echando en una lechera de plástico azul que llenábamos con agua de la charca. Cuando en la lechera eran muchas las cabecitas que boqueaban buscando un poco de oxigeno, la pesca iba perdiendo aliciente y era entonces cuando nos fijábamos como bajo la superficie lisa estaban, majestuosos, los peces rojos. Éstos constituían nuestro inalcanzable dorado infantil. Eran listísimos y nunca nadie había conseguido pescar ninguno. Se decía que eran los capitanes de las hordas de carpines negros, que eran espíritus de niños ahogados en la charca, que cocinados sabían a melocotón en almíbar y, por lo menos, una leyenda más por cabeza.
Las expediciones de pesca fueron numerosas y siempre con los mismos resultados. Muchos peces negros y ninguno rojo.
De vuelta, cargados con la lechera fue cuando decidimos pintar los peces con pintura roja y plástica (alguien dijo que era la que mejor aguantaba la humedad). Pintamos todos los peces. Unos murieron perdidos dentro del bote de pintura, otros durante el proceso de secado al sol, otros golpeados con furia contra el suelo cuando los hacíamos responsables del fracaso de experimento, y los más murieron asfixiados dentro ya del agua porque sus agallas se quedaban pegadas por la pintura.
Me asaltan ahora unas terribles ganas de terminar pidiendo perdón a todas esas victimas. Y sé que muchos interpretarían ese gesto como noble y sincero y que de paso dejaría claro como mi altura moral ha ganado peso desde mi infancia a la actualidad. Pero yo no puedo pedir perdón en nombre de un niño, un niño que sé que fui, pero del que apenas recuerdo nada. No intento eludir responsabilidades, simplemente yo no soy él.
Aunque, entre nosotros, tengo que reconocer que el chaval, con todo, me caía bien.
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