La mañana empezaba.
El canto de los grillos había cesado.
El despertar citadino, incoloro y deshumanizado era el marco perfecto para la infamia. En el sub mundo urbano se escribía una de tantas historias crispantes que, como otras, nunca se conocen.
El hombre de la casa se disponía a emprender su rutina; buscaba malhumorado, justificación para su impotencia nocturna, primero ante si mismo y después ante su hembra, quién admitía –sin decirlo- que su hombre como macho, ya no relinchaba.
El hombre molesto por los últimos recuerdos, trataba de poner en orden sus ideas: el dinero del jornal no alcanzaba; era ingrata y vana la espera de un heredero que lo realizara ante sus conocidos como hombre y para acabalarla, tenía que aceptar a un hijo que no era suyo.
Tomó a sorbos su café.
La mujer se entretenía en la cocina con las labores cotidianas. Se sentía vacía, usada, en estado máximo de frustración, pero qué podía hacer, el último hombre que tuvo se fue al notarle la panza, y este la recogió de un restaurante brindándole casa y comida para ella y su hijo. Por eso trataba de ser cariñosa y servicial, dispuesta a hacer lo que el quisiera, deseaba quedar embarazada , pero por más lucha que le hacia no resultaba. Evitaba por todos los medios que el niño lo molestara, no quería por nada del mundo que la abandonara.
Una hora antes de que nadie se levantara, una diminuta figura volteaba para todos lados, buscando un pretexto para bajarse del catre en que dormía. La noche había terminado. Desde la altura, divisó su fiel caballo de madera que también despertó al mirarlo; sonrió y de un brinco plantó sus descalzos pies en el piso de tierra de la humilde vivienda, su mundo real de todos los días.
Montó a su “Rorro” y emprendió la cabalgata por las praderas de siempre.
¿Qué extrañas aventuras lo esperaban en esta nueva mañana? Invocó a indios, sheriffes y bandidos con los que siempre jugaba y mentalmente impuso las reglas del juego que aseguraban, como siempre su triunfo.
Comenzó su alocada carrera sintiéndose parte de la estampida que provocaba con sus amigos; después de dos vueltas a la casa habiendo reconocido el terreno, hizo la señal de alto y todos obedecieron.
El próximo objetivo sería el palo del tendedero, que la mañana anterior, provocó -al ponerse en su paso- una caída, raspones y el profundo deseo de llorar, además de un chipotón en la cabeza ante la risa de sus amigos imaginarios.
Habría de vengarse. Dio una vuelta alrededor de su enemigo para intimidarlo, se escondió detrás del lavadero de cemento y preparó su lazo mágico que ondulaba en los aires y lo lanzó directamente a la cabeza. ¡Tiro perfecto¡ Su enemigo presentaba resistencia, se doblaba, blandía los aires, pero al final se quebró por la mitad. En segundos sonrió junto a sus amigos saboreando el triunfo de los buenos, cuando de pronto la ropa tendida cayó sobre de él.
Como pudo, la juntó, deseando no lo viera su madre, la puso en el lavadero y, a fuerza de carrera, abandonó el lugar olvidándose del accidente. Tres vueltas a la casa y una corrida por la cocina le hicieron saber que sus padres se levantaron.
Un relámpago infantil recorría en segundos todo el universo; se caía, se levantaba, se quitaba el polvo y volvía a caer. ! Nunca se cansaba ¡
A cada ruido, una petición de silencio de parte de la preocupada madre, que intentaba en vano convencerlo de no molestar a papá.
Después de divagar un poco, el hombre de la casa tomaba los últimos tragos del café y se disponía a sentarse a desayunar apremiado por el tiempo, cuando un bólido pasó por un lado de sus piernas.
¡ chingado muchacho¡ pero aquel no alcanzó a escucharlo, su dirección rumbo era la cocina, consumiendo distancias como el jinete veloz que era, sin saber que le deparaba su atrevimiento. Con el lazo en alto, rasgando los aires, el intrépido jinete llegó a su destino, acompañado del ruido de sartenes y cazuelas; el lazo se atoró en la estufa, y el comal voló por los aires. ¡Adiós desayuno¡
Cuando su madre fue a buscarlo, se dio cuenta de lo sucedido en el patio con el palo del tendero y subió el volumen de sus gritos. El pequeño cometa usó su velocidad para llegar sin ser visto a su escondite.
Debajo del catre se encomendó a sus amigos los indios y bandidos para que otra vez, como tantas veses no le pasara nada.
Los gritos allá afuera se hacía más fuertes, las maldiciones subieron de color ante la impotencia de no hallar al culpable.
Un temblor invadió al niño al mirar los gigantescos zapatos mineros de papá merodear su guarida.
-¿Dónde te encuentras hijo de tu tiznada madre?- ¡Ya verás lo que te espera¡ ¡Deja que te encuentre¡
Un titubeante “Aquí estoy” desplegó sus banderas en señal de rendición. El terror cubrió su pequeño rostro al mirar al energúmeno aquel que lo había ubicado. Una mano del tamaño de infractor, -empequeñecido por el miedo- buscó su presa, lo tomó de los cabellos y lo alzó triunfante por los aires. Darle de manazos no era suficiente !Debía sufrir, pues solo así aprendería la lección¡ Tenía que ser implacable e inmisericorde – como lo fue su padre-. Era el macho- autoridad de la casa y si el castigo impresionaría al niño, cuanto más a la madre.
Ella no movió un solo músculo de la cara ante la petición visual de ayuda. Petrificada, presenció el vía crucis de su hijo rumbo al cadalso. En el aire, un cuerpo aterrorizado imploraba perdón por las ofensas.
“¿Por qué me pegarán cuando juego?” - se pregunto-
El padrastro encendió la estufa, los quemadores intercambiaban colores: frío-hierro-azul, infierno-rojo, incandescente. En su mero punto, pensó el cocinero-verdugo-chacal.
Suspirante, sin comprender lo serio del asunto, el niño lanzó la última súplica de perdón. Sintió el dolor subir a su cabeza y de ahí envolver todo su cuerpo. “¡Será esto la muerte?
El dolor se ahogaba en su garganta y sus lágrimas se secaban antes de asomarse.
-¡para que se te quite lo travieso¡… ¡Sí ya sé que no lo volverás a hacer!
Los pies comenzaron a sufrir aquel suplicio; los ayes de dolor no inmutaron a la madre cómplice. La inocente mirada buscaba ayuda, pero nadie acudió; lo abandonaron indios, bandidos y sherifes, lo abandonó su fiel caballo, lo abandonó la mirada materna que tanto lo quería.
La sentencia fue manos y pies y así se ejecutó fielmente. Un “ya no “ ahogado y sollozante rasgó la mañana.
Quiso llorar por última vez, pero su llanto lo había abandonado también. En la fuga indecible del dolor, comprendió en trueque a su inocencia, que su padrastro no era humano, que su madre se escondía tras la máscara de la cobardía. Supo que a la edad de 4 años había dejado de ser niño.
En la noche, aún sufriendo su calvario, entre sollozos con sus heridas supurando “por qués” y dolores apagados entre cuatro paredes, una plegaria se elevaba al cielo…
Diosito, tu que todo lo puedes, ¡has que se muera mi padrastro!
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