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La fiesta.
Juan paseaba la vista de un lado a otro de la sala. Miraba a todos los invitados beber y conversar y beber y fumar y gritar y bailar y beber. La música que envolvía el ambiente era nada más y nada menos que el primer track de la banda sonora de pul ficshion, que acá en México vino a ser algo así como “Tiempos Violentos”. En el aire espeso se sentía el desagradable olor mezclado, cual esencia grenuillesca, a la Süskind, de: tabaco, alcohol, mota, sudor agrio y una imitación barata del farenjeit, by cristian pior. Juan bebía acelerado de su vaso, como siempre, mordiendo el borde superior, llenando de trocitos de unisel el contenido. Fumaba sus cigarros delicados, bien diferentes..., en ocasiones levantaba la vista hasta los rostros de las personas y sonreía apático. Todos eran desconocidos para él, a excepción de Roberto. Cáele juanelo, todas las viejas que llegan jalan, oía las frases rebotar de nuevo dentro de su cabeza. Mientras algunos bailaban ya borrachos sobre las mesas y algunas sillas, él se mecía en una enorme hamaca de raros tejidos. Sentía caer el licor de lleno en su estómago. Luegoluego las agruras. No he comido nada, díjose, entonces alguien pasó golpeando un extremo de la cómoda angarilla, sacándolo de sus cavilaciones gastroenterólogas. Era Roberto que se tambaleaba leve con su vaso en la mano. Ahora le sonreía etílico. Roberto: pacheco y bien ped/
-¡Quéooooonda-ese-mi-buenjuanii ¡hip! iito!- alcanzó a balbucear hipando, y- ya te conseguiste alguna piel para esta noche veraniega?
-Nou- contestó sin ganas.
- Y qué esperas, ya te dije que ¡hip! aquí todas jalan- dio un trago a su vaso, regándose un poco en la playera, continuó- son bien calientes, ponedoras y cojelo/- siguió vociferando el robert, dando una muestra de su florido trompabulario.
Juan levantóse de la maca, ya que había sido ocupada estratégicamente por su amigo. Observó el fondo de su vaso: nanay, empty, its caput, vacío. Más gasolina, ordenó internamente su otro Juan, su otro yo mero, y caminó directo a la cocina. Adóndevas, escuchó preguntar al beto, recostado, acaparador, sobre aquella hamaca de hilado extraño. A conseguirme una piel, soltó, sin ganas, mientras atravesaba la sala, que ahora tenía más facha de burdel clandestino: luces semiapagadas, tenues pues, botellas en las mesas y tiradas en el suelo. Para rematar, a algún estúpido se le ocurrió poner Paquita, la nacarrior. Cómo odio la idiosincrasia musical de mis paisanos, pensó Juan. En realidad iba a llenar el
vaso a la cocina. A él no le importaba mucho si esa noche tenía o no algún encuentro sexual. Si había ido a esa fiesta era porque ya tenía tiempo que no estaba en el mar y, como Roberto tenía una casa en Puerto Madero, pues aprovechó. Además, se decía, quién quiere siquiera platicar con una de estas niñas apretadas y llenas de complejos, que se la pasan viendo taranovelas y escuchando al pendejo del Chunco en la radio, creyendo todo lo que les dicen en la escuela, pinchesalienadas. Todo esto, mientras sacudía inconscientemente su playera Diesel.
Tenía un nuevo trago en sus manos. Se preguntaba la cantidad de copas que había tomado pero no la recordaba. Salió de la cocina, atravesó la sala-pista-tabledance, donde ya estaban en fogosa acción parejas diversas: hombre con mujer, mujer con mujer, hombre con hombre y hasta pudo ver a un abusivo en gran agasaje con dos chamacas; caminó mareado por el pasillo que dirigía hacia fuera, a la playa. Mientras salía de la casa se escuchaba alejar esa voz que salía de la grabadora, como de ultratumba, que sentenciaba, chillona: ¡Me estás oyendo inútil! Meneó la cabeza, asqueado.

Sentado, la casa atrás y las olas elevándose frente a él, Juan retorcía los dedos de sus pies. Le gustaba sentir los granitos de arena diluirse por los surcos de sus dedos flacos, huesudos. Estoy bien flaco, pensó. Ya estaba algo ebrio. La brisa salada que venía del mar le golpeaba suave en el rostro, arrugado por la arenita volátil. Estás bien flaco, pensó, a la vez que le daba un trago apresurado, brusco, a la botella de ron que había recogido en el cuasijardincito de la casa, antes de sentarse ahí. Se paró intempestivamente mientras decía en voz cada vez más alta: ¡Estoy bien pinche flaco! Primero fue la playera, luego los pantalones salieron volando hacia un lugar donde un cangrejo había construido su guarida, al último, sólo el calzoncillo roto fue a parar más allá de unas latas vacías de cerveza enterradas. Y así, desnudo, gritó eufórico a alguien, que no estaría ahí, pero que creía ver allá en el agua, mar adentro, por donde se reflejaba una pálida luna distorsionada:
-¡Soy un pinche flacoooo!
Juan se encorvó hacia adelante, brazos extendidos, hasta ponerse en posición para facilitar la salida del chorro caliente de orín que brotaba triunfal y salvaje, directo al cielo negro-plástico-quemado, salpicadito de estrellas. ¡Aaaahhh!, se alcanzó a oír.
-¡Epa, nudista cochino!- gritó alguien a su espalda; Juan pegó un brinco, en un dos
por tres, llegó hasta donde estaba su ropa interior y batallaba en ponérsela, dando saltos en un sólo pie, mientras unas carcajadas rompían sonoras el silencio y el sereno de la noche. ¿Cuánto llevas ahí observando?, preguntaría ruborizado.

Estaba recargada en un tronco, a unos metros atrás de él. Llevaba una mínima bata de mar que tenía un dibujo y una leyenda que decía: Mata a un marasalvatrucha. Abajo: un pequeño bikini, justo en su lugar. Juan imaginó el aroma detrás de esa mínima tela. Bonita batita, comentó Juan, ahora provisto con la demás ropa. Ella sonrióle mientras le ofrecía una botella de yac daniels; bebe, está caliente pero pone. Él sentóse a un lado, sin dejar de observar esos ojos entrecerrados, las piernas que se ofrecían desnudas y torneadas, la cabellera negra que brillaba de tan ídem y que caía debajo ese feo casco de minero, con una lamparita pegada en la parte superior. Y eso?, preguntaría él, pegándose más a ella, señalando el casco y empinándose el wisquito. La chica levantó su mano derecha, mostrando un libro, encendió la pequeña lámpara e iluminó la portada donde se leía: “Mujeres”, de Charles Bukowski. Vine a leer, dijo, algún mal nacido se clavó poniendo los éxitos de Naquita, la del barrio. Y ahí, sonriendo chuecamente, sin romanticismos y para no hacerle al cuento largo, el juanelo se enamoró. Así supo también que, me llamo Laura, prima del robert, estudio letras en nosédónde, y tú? No pus, me llamo Juan, creo, estoy bien borracho y verdad que no ves taranovelas?
Esa noche, como otras noches, Juan no tuvo sexo. Ni siquiera pudo mantener la erección por cinco minutos, debido a la gran borrachera que se atravesó con laurita. Pero ella, bien comprensiva –es decir, también alcoholizada-: no mi vida, no hay problema, ya habrá tiempo, mejor recitemos otra vez ese de A la puta que se llevó mis poemas. Y después sí hubo tiempo, de sobra, para conocerse mutuamente: sus olores, sus perversiones, sus miembros entrelazados, calientes, tiempo para hacerlo de todas las maneras y posturas sorprendentes, en donde fuera y a cualquier hora.
Al otro día, Roberto llamaría por teléfono a casa de Juan y le preguntaría si había podido ligar a alguien, él respondería con la voz temblorosa por la cruda y la resaca:
-Sí, a tu prima.
-¡Qué pasó ese, más respeto!
Pero en efecto, así era.
Antonio Reyes Carrasco

Texto agregado el 22-12-2004, y leído por 346 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-08-2006 Tsssssk, chido. rodolfo_gc_pitti
 
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