Esperanza y Filemón.
Y ahora, ¿qué voy hacer, comadrita chula? Nunca pensé que fuera a suceder esto, en serio; tan acostumbrada que estaba a sus locuras. Sí, ya sé que nunca le puse un alto, nunca me quejé, ni mucho menos le recriminé, hasta calladita me quedaba. Al contrario, yo cedía a sus pasiones, a sus exigencias todas raras y degeneradas. ¡Aaaah!, pero si aún siento ese tufo a chicozapote podrido saliéndole de la boca. Ese hedor a alcohol agrio que siempre le salía de los sobacos. Nunca, pero nunca, habían salido mal las cosas. Digo, ya sabe usté cómo era el compadre de loco, con esas sus ideas que le repicaban en la cabeza por leer tanto pinche cochino libro. Yo mismamente le decía: Ya pues File, deja de leer esas cosas, mejor ven conmigo a la iglesia, a la lectura de la Biblia. Y pues ya sabe comadrita hasta dónde me mandaba: directito a la chingada.
Aunque algo presentía yo, ¿sabe comadrita? Un día antes rondaba por acá, en nuestras tierras, el mal agüero. Recuerdo bien que la curandera Jacinta, después de darme una buena limpia con albahaca y trago, me dijo: Cuídese Esperanzita, siento un olor a muerte en su cuerpo, cuídese. Y ese mismo día, al llegar a la casa, que se me atraviesa un gato negro y todavía le pisé la cola.
Sí, sí, sí, ya lo sé comadrita chula. Pero como ya le dije, nunca había pasado nada feo. Además, ¿pa’ qué nos hacemos?, si le digo que yo no decía nada, era porque a mí también me gustaba. Usté sabe que mi primer marido me traía a puros palos, y no de los ricos, nooo… puro chingadazo limpio, pura patada, puro cintarazo. En cambio el file me entregaba notitas de amor que había escrito en la cantina y ya después a darle. Es algo que aún no puedo entender. Solamente me pegaba cuando lo estábamos haciendo. Y pues, pa’ qué mentirle, tan sabroso que sentía yo, chingón que me venía. Ay comadrita, no se me sonroje, para que se hace la desentendida. Sí, sí, a mi edad y cojiendo. A mí también me extrañó al principio, es más, hasta costra me había salido ya de no usar “aquellito”, pues mi pinche primer marido, antes de que se pelara con mi prima Roberta, hacía tiempo ya que no me buscaba pa’ nada. Y ni se haga la santa comadre, si a usté también la arrinconaba mi File en la cocina, cerca del temascal, cuando yo no estaba. Pero no se preocupe, él me lo dijo desde el principio: Esperanza, yo no soy hombre de una mujer. Pero eso, ¿qué importa, comadrita chula? Ahora… ¿¡qué chingados voy hacer con el cuerpo!?
Esa ocasión, como otras, Filemón García se fue de juerga con otros amigos del pueblo. En la cantina, como siempre, nalguearía a todas las meseras, pellizcaría las chiches a algunas putas en el baño apestoso a orín y mierda de borracho barato, bailaría al ritmo de la marimba con la loca Juana, la que pide limosna en las calles y se agarraría a golpes con más de algún cabrón que lo sacara de sus casillas. Había dicho para sí mismo que se embriagaría en aquella cantina rascuache, donde no hay ni tele ni radio, ya que ese día se transmitía el informe de Gobierno. Puras pinches mentiras, decíase; sólo los pendejos se creen toda esa verborrea que caga por la boca el gobernador Sarnazar. Y así, con otros amigos que no creían en la falacia gubernamental transmitida por los medios, se fue a pegar una guarapeta etílica marca llorarás.
Al salir de la cantina tambaleándose, sintió un extraño calor recorrer su cuerpo. Las manos le relampagueaban, los labios le cosquilleaban y el miembro le punzaba tenso, erecto. Sólo una luna escuálida iluminaba su andar por la vereda, escupiendo un brillo pálido, que embarraba de plateado las copas de los árboles y que hacía alumbrar de una manera diabólica los ojos de los tecolotes y de los perros, estos últimos se acercaban a él, sin ladrar, para olfatearlo. Filemón llegó cantando, cuasi balbuceando, a la puerta de la choza: Nos estorbó la ropa, dejamos que las prendas se cayeran, la noche estaba fría pero nosotros, hicimos del invierno primavera… pateó la puerta y dijo algo así como: Ya llegó por quien llorabas, cabrona. Esperanza estaba acostada en el catre de madera, no dormía, respiraba con placer, exhalando un aire fogoso. Se hallaba desnuda bajo las sábanas, esperando al lujurioso marido. Quiero proponerte algo, díjole él, acercándose al camastro, te va a gustar, agregó, mientras metía una mano bajo la tela rala que la cubría, buscando esa abertura caliente, húmeda. Esperanza sólo emitió leves gemidos al sentir restregar su vagina ya vieja, arrugada, pero que todavía concebía vibraciones y que producía salvajes espasmos, apretando aún la mano filemónica.
Filemón colgó una cuerda en la viga más grande del techo. Esperanza no se dio cuenta en qué momento su marido hizo un amarre igual a una soga, como con la que cuelgan a veces a los campesinos que reclaman sus tierras a los caciques, recordó. Después de amarrarla bien, desnudarse, subirse a una silla desvencijada, colocarse la soga al cuello, díjole: no temas, no pasará nada, sólo quiero venirme mientras cuelgo
por un rato de la cuerda. Y continuó: golpea la silla a modo de que yo quede suspendido en el aire y luego tú, Esperanzita de mi vida, me pegas una gran mamada mientras me retuerzo. La mujer no daba crédito a la petición. Era la primera vez que le pedía algo similar. Las sombras de los dos (ella abajo, él más arriba) vibraban reflejadas en la pared de bambú, gracias a la débil iluminación de un viejo quinqué. Al ver que su mujer no se movía, Filemón empujo la silla con sus pies, ordenando: ¡A mamar!
Y así fue. Ella se acomodó a la altura del pene, que apuntaba duro, cual flecha, hacia el techo de palma. Mientras le daba sexo oral, sentía cómo las manos de él se le encajaban en la cabellera reseca, jalándole los pelos. Ella, excitada, se aplicó más: introducía sus dedos en el ano de su macho. Una enorme libidinosidad recorría su cuerpo; los pechos flácidos, colgantes, le bamboleaban salvajes. Escuchaba los quejidos de Filemón y eso la calentaba aún más. Nunca supo cuánto tiempo pasó. Tan sólo sintió el chorro de semen caliente explotar en su boca, tan fuerte que fue a dar por donde se hallaba el altar de unos santos que observaban morbosos la escena.
Pinche File, ¡qué rico!, le diría, alborotada, jadeante. Pero él no la escucharía: se balanceaba el cuerpo colgado, ya sin vida, de su hombre. Había sido su última eyaculación.
Hoy, tomando unos tragos en la cantina, los amigos de Filemón escuchan en las noticias de la radio local, lo siguiente: “¡Hallóse el cuerpo sin vida de Filemón García García! Colgaba de una soga amarrada a una viga de su pequeña choza. El hoy occiso se hallaba sin sus prendas, mostrando sus partes pudendas, es decir, desnudo y con la lengua y los ojos de fuera, con un gesto último de gran satisfacción. Esperanza González, hoy viuda de García, llegó llorando a dar parte a la caseta de vigilancia del pueblo de Chiquihuites, asegurando que, cuando ella llegaba a su humilde morada de los rezos del novenario de la virgencita, encontró la puerta abierta y en el interior a su marido ya muerto. Las investigaciones hechas por las autoridades arrojaron que había sido suicidio, pues en una bolsa del pantalón del interfecto, se hallaba una nota que rezaba: ‘Esperanzita de mi vida, sin ti muero’, a puño y letra del occiso y en el suelo, a sus pies, la obra completa de un escritor llamado Marques de Sade. Lamentamos la pérdida y felicitamos a las autoridades del actual gobierno por su excelente trabajo de investigación.” Antonio Reyes Carrasco.
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