Pérez era, ante todo, discreto. A pesar de su peculiar físico, con unas orejas demasiado grandes y unos dientes mal alineados que asomaban por debajo del bigote negro, pasaba desapercibido. En gran parte porque su trabajo lo exigía, pero también por timidez. No le gustaba que hablaran de él. Viajaba mucho y siempre se hospedaba en hoteles con pocas estrellas. Permanecía encerrado en su habitación durante todo el día y sólo salía de noche. Al pasar por recepción solía pedir que le cambiaran unos billetes por monedas. Daba las gracias y dejaba una generosa propina en el mostrador. La propina siempre en billetes. Se abrochaba bien el traje, se frotaba las manos y con su sonrisa desordenada se despedía “hasta mañana”.
La primera vez que vino a mi casa fue en febrero del 82 y ese día, mis padres me mandaron pronto a la cama, “sin rechistar”. Aparte de la tía Milagros y los abuelos, no solíamos tener visita. Y menos después de cenar. Por eso, incluso a mis seis años de edad, vi algo extraño en todo eso. Quizás por ese misterio quise permanecer despierto. Me concentré en cada sonido proveniente del comedor. Acurrucado en la cama, traté de descifrar las tenues voces que era capaz de oír, pero no tuve mucho éxito. Supongo que fue debido a ese fracaso y al cansancio acumulado, que no tardé en dormirme.
Tres meses más tarde, la noche del 26 de mayo de 1982, Pérez tenía que volver a mi casa por motivos laborales. Y como en la ocasión anterior mis padres me mandaron pronto a la cama. Rechisté, pero no sirvió de nada. Esa vez, sin embargo, iba a ser diferente. No me dormiría bajo ningún concepto y permanecería atento a cada detalle pasara lo que pasara.
Recuerdo perfectamente como me agarré con fuerza a la almohada, con los ojos abiertos como platos, esperando pacientemente como un felino que aguarda a su presa. Esa noche, desgraciadamente no me dormí.
Estaba preparado para todo: imaginé historias de espías, de secretos que podían salvar el mundo, incluso pensé que mis padres pudieran formar parte de una secta. Estaba listo para todo, menos para la verdad: quién me iba a decir que esa noche yo, un niño de seis años, iba a matar a Pérez.
En el reloj del comedor sonó la medianoche. Conté los doce martillazos con los dedos. Cinco en la mano izquierda, cinco en la derecha y dos más de nuevo con la izquierda. Después el silencio. No había voces, ni siquiera susurros más allá de la puerta de mi habitación. Pasaron cinco minutos. Nada. Diez minutos. Nada. A la media hora, cuando ya prácticamente daba la noche por perdida, se encendió una luz en el pasillo.
Por la rendija de la puerta vi como se deslizaba una sombra. Totalmente inmóvil fui testigo de como esa sombra abría lentamente la puerta de mi habitación y se acercaba sigilosamente a mi cama. Me hice el dormido. Pérez estaba apenas a unos centímetros de mi cabeza. Aguanté la respiración y oí claramente la suya. Noté como rozaba mi almohada. Parecía estar buscando algo en la oscuridad.
Y entonces llegó el momento. Noté que el aliento de Pérez se alejaba y decidí que podía abrir un ojo sin peligro. Allí estaba. De espaldas, analizando minuciosamente la palma de su mano con la poca luz que dejaba pasar la puerta entreabierta que daba al corredor.
Me armé de valor y en un movimiento brusco me revolví en dirección a la mesilla de noche. La sombra de Pérez no supo reaccionar a tiempo. Pulsé el interruptor y...
La noche del 26 de mayo sorprendí a mi padre cambiando mi segundo diente de leche, el incisivo que se me había caído esa misma tarde, por un par de monedas. Pérez, apodado “el Ratoncito”, murió en el mismo instante en que prendí la luz. El forense dictaminó su “muerte por descubrimiento” a las 00:32 minutos del día 27 y el fiscal me acusó de homicidio involuntario, aunque yo sé mejor que nadie que lo que sucedió esa noche fue asesinato, con nocturnidad y alevosía. |