Lo acababan de pillar infraganti. Su mano derecha sostenía una navaja manchada con la sangre del difundo capitán del ejército mexicano Juan Ramírez Sánchez, que descansaba sobre su cama boca arriba luciendo una gran incisión en su cuello.
Pero lo peor era que lo habían capturado, y para un revolucionario como él no habría juicio. Le esperaba el pelotón de fusilamiento.
Al momento de ser apresado, se le acercó un hombre de estatura bajita, con un bigote bien cortado y luciendo una insignia de teniente en su uniforme.
- Tu amigo no ha podido venir a ayudarte a escapar por un ligero caso de muerte – le espetó con desdén.
A diferencia de los demás, a él no le asustaba la muerte, a decir verdad, se había cansado de vivir. Nada le retenía en este mundo, ni familia, ni mujer, ni hijos, nada en absoluto.
Al alba se reunió el pelotón de fusilamiento a las ordenes del teniente Montoya para ajusticiar al revolucionario Miguel Sánchez “dedos largos”. Seis soldados fusil en mano se reunieron a las ordenes del oficial en lo alto de la loma del pueblo de Santa Rosita al sur de México. Antes de vendarle los ojos, el teniente le pidió al condenado un ultimo deseo, es decir, un ultimo cigarro, un trago de tequila, rezar sus oraciones…
- Quiero echar un polvo.
La faz del teniente se descompuso aun mas con las risas de sus soldados. Los mandó callar y envió a uno de ellos a que pusiera un anuncio en la plaza del pueblo ofreciendo una prima para la que quisiera acostarse con un revolucionario.
- A mi nadie me toca los güevos – dijo el teniente – y no se va a pegar un tiro hasta que no se cumpla el ultimo deseo a ese pendejo – repuso el uniformado oficial visiblemente alterado.
Llevaba veinte años sirviendo en el ejercito y no estaba dispuesto a ser chuleado por un perro revolucionario. En cuanto a Miguel, eso solo lo dijo por decir, para joder, en realidad no esperaba que el teniente Montoya se lo tomara tan a la tremenda.
Dos horas mas tardes apareció una mujer alta, de negros cabellos que descansaban suavemente sobre sus hombros, bestia un traje negro en el cual resaltaban lo contorneadas que eran sus curvas. A Miguel le pareció el rostro de la misma muerte.
- Vengo por la prima – le dijo la mujer al oficial – y aléjense todos, que esto no va a ser un espectáculo.
Cuando todos se hubieron apartado la mujer se acercó a Miguel. Sus delicadas manos blancas se posaron sobre la tosca barba del revolucionario al tiempo que lo besaba larga y húmedamente. Sus ropas cayeron al suelo y pronto ellos comenzaron a retozar sobre el césped de la loma. Sus cuerpos se entrelazaban formando sombras grotescas, el latido de sus corazones se juntó tanto que latían al unísono. Sus almas volaron libres al cielo hasta alcanzar el clímax.
En ese momento, a Miguel, le fue concedida una revelación. Sus besos, sus caricias, sus gemidos, aquello no era un sexo fingido y desapasionado, no era por dinero. Aquella mujer realmente lo quería, y él la quería a ella.
Cuando terminaron aparecieron los soldados arrebatándosela de los brazos. Ahora, el rebelde que no quería seguir viviendo luchaba y se resistía a morir.
- ¡Me quiere! – gritaba desconsolado - ¡Ella me quiere, me quiere!
- ¡Pelotón, apunten!
- ¡No por favor! ¡Necesito vivir!
- ¡FUEGO!
Cuando todo hubo acabado, el teniente Montoya se acercó a la mujer dinero en mano. Ella negó con la cabeza y se dio media vuelta, negando el dinero y caminando lentamente hacia el pueblo.
- Anden a comprarle flores al difunto – dijo la mujer con voz calmada.
El teniente frunció el entrecejo al no comprender bien la actitud de la mujer, y le preguntó:
- ¿Y de parte de quién debo comprarlas, buena moza?
Ella se volvió, con el semblante sereno y cierto porte orgulloso, y mirando al teniente a los ojos le contestó:
- De la viuda del capitán.
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