Uno se vuelve nuevamente un niño en el transcurso de la historia, vistiendo y desvistiendo desencantos que se instalan sin olvido. Acuchilla las letras y las artes que alguna vez cifró para permanecer en esa costumbre atada al tiempo, espiando las hazañas de los otros como un partícipe inconcluso vuelto al llanto, atrapado en la concavidad del universo que ya nada tiene para darle. Uno se fragmenta en indivisibles sentimientos, sufre, calla, se apresura al choque insustituible con la muerte, mientras el mundo pasa intangible a su existencia. Recoge los espectros del tiempo en delgados episodios, hace y deshace una guarida de paredes extendidas hacia el cielo, mientras sus manos indefensas se aprisionan en un rezo. Se limita a obedecer después de resistirse a todo, a seguir los trazos que otros esbozaron, intuye, olvida, se pregunta, devora las sonrisas escapadas por el aire como alimento existencial que lo renace hacia el futuro. Pierde las limitaciones de su dignidad ante el agravio, escapando bajo perfiles de inocencia esculpida en nuevos sueños, se mece, camina despaciosamente las mismas calles de un pasado para dialogar con la eternidad que asoma a los balcones, se hiere en su inconsciencia apegada al abandono, transitando ese sabor de finitos portales. La noche se apodera de sus temerosos ruegos que lo liberan del espanto para recluirse en la negrura de una habitación, y solitario combate el asombro de nuevas escaramuzas reinando su mañana. Hoy la luna baña sus secretos en largas estelas plateadas, como una lluvia innumerable de palabras que entusiasmado confesará al despertar.
Ana Cecilia.
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