—Mijo... mijito... despiértate, córrele— repetía alarmado, sacudiéndolo para lograr su fin.
El chiquillo, somnoliento aún, con los labios secos y los ojos casi cerrados, atendió al llamado de su padre. Quizás por el sopor del sueño que aún lo invadía, ó por estar en penumbras, ó bien por ser las tres de la mañana, no reparó en su aliento alcohólico, con aroma a brandy, para ser más precisos. A lo mejor también contribuyó su inocencia: y es que, a sus siete años, no podía imaginarse que su amado padre se pusiera una tremenda borrachera hasta tan altas horas.
—Hijito... no quiero asustarte... — le dijo, susurrando, con un tono tan lúgubre que su propósito le salió al revés —... pero debes saber, mijo... debes saber... que el diablo vino por tu papi esta noche...
De inmediato el chiquillo se le cuelga del cuello, dándole un amoroso beso en la mejilla, agradecido de tenerlo ahí, a su lado, sano y a salvo. El diablo. Qué cosa más terrible, señoras y señores. El señor de los abismos. Príncipe de las tinieblas. El maligno enemigo. La serpiente del Edén. Lucifer en persona había ido a la Tierra, al mundo del hombre, con el único propósito de llevarse con él a su papá, a su reino del dolor eterno, en donde la gente se achicharraba por siempre y para siempre, en donde también Cesar Costa tenía un foro para cantar todo lo que él quisiera, para aumentar el sufrimiento de los condenados.
Pero gracias a Dios, su padre había podido escapársele, y ahora lo tenía entre sus brazos, a salvo.
Pronto empieza a relatarle su macabra odisea, de cómo se encontró cara a cara con el mismísimo demonio y como pudo escabullírsele. Resultó que venía de “platicar y convivir” con los amigos del trabajo, instalado cómodamente en su vochito color amarillo el cual conducía con plena satisfacción camino a su hogar. La calle estaba desierta a esa hora, por lo que se dio el lujo de apresurar el paso, ya que no podía esperar a volver con su amada familia. Cuando faltaba poco para llegar, unas cinco manzanas a lo mucho, de la nada apareció una viejecilla retorcida frente a su vehículo, iluminada cómo por una luz sobrenatural. Él, tan amable cómo era, paró el carro para ofrecer a la anciana:
“¿Quiere que la lleve, señora?”
“Sí, como no, joven, si no es mucha molestia. Mire, yo vivo por aquí, a unas cinco cuadras.”
“Precisamente para allá voy, señito. Súbale, que yo la dejo en su casa.”
“Qué gentil, muchas gracias.”
Abrió la puerta desde adentro, para permitir el ingreso de la vieja. Pero antes de entrar, primero fue por algo que parecía estaba olvidando. Un enorme perro negro, de esos pit bull, con un collar de cadena y gesto imponente, amenazante. Casi podía sentirle el filo de los dientes, y esa mirada sanguinaria que tenía no le gustaba nada.
“¡Al perro déjelo, señora!”
“¿Pero cómo? Si Satanás es mi hijo.”
En el acto el can empezó a ladrarle, como si quisiera abalanzarse sobre de él, para engullirlo. Aquellas palabras, la actitud del perro, además del aquél fétido olor que emanaba de la vieja ¡azufre! ¡eso era azufre! Provocó que todo se le revelara, quedando claro.
Ni tardo ni perezoso, cerró de un portazo el vocho, casi machucándole la mano a la viejita, y piso el acelerador hasta el fondo, huyendo de ahí cómo alma que lleva el diablo.
Por el retrovisor pudo observar al enorme perro del infierno persiguiéndolo por varias cuadras, cada vez más cerca de él. De sus ojos y el hocico emanaban fuego, fuego proveniente del ardiente reino al cual pertenecía. Forzó la máquina hasta el límite para perderlo, y desesperado, sudando sangre, sólo pudo rezar una oración que de niño le había enseñado su madre: “San Jorge bendito, amarra a tus animalitos, con un cordón bendito...” Para cuando miró de nuevo por el espejo, la bestia había desaparecido por completo, sin dejar ningún rastro. Estaba a salvo, había llegado a casa. Apenas si pudo meter la llave por la cerradura de la puerta, y despertar a su querida esposa e hijo para informarles que había eludido la perdición eterna.
Desde esa fecha, tanto padre cómo hijo iban a misa todos los domingos, sin falta y puntualmente. Como si eso pudiera expiarlos de sus culpas, cómo que el señor tuviera otra mujer con dos nenitas en la colonia Jalisco, ó que el niño se convirtió en un muchacho caliente y precoz, que apenas el viernes se había enchufado a una mujerzuela barata en compañía de todos sus amigos de la calle.
Aún así, doña Inés, esposa de uno y madre de otro, mujer fiel y devota, no podía evitar sonreír cada vez que los veía a los dos, sentados en primera fila con su cara de santurrones. Estaba feliz de por fin haberlos metido a la iglesia, para ver si se les pegaba un poquito el temor a Dios, del bueno; lo que ella sabía, y nunca quiso decirles, secreto que se llevó hasta a la tumba, era que no fue el diablo quien abordó esa noche al señor. Había sido doña Cuqui, una anciana loca que vivía a pocas cuadras de allí, rodeada de perros a los cuales consideraba como sus hijos, debido a que ella jamás pudo tener los propios. Satanás era el nombre de uno de sus consentidazos, un bello ejemplar de pelo negro sedoso, bastante agresivo, eso sí. Y si ya no había podido verlo cuando miró el retrovisor fue porque se había echado en reversa y arrollado al pobre animal, sin siquiera darse cuenta de ello. ¿El olor? Hombre, vivir entre perros por once años, no vas a terminar oliendo precisamente a margaritas, eso es seguro. ¿La luz sobrenatural? Tan sólo los faros del carro, que hasta en ese momento se le había ocurrido prenderlos.
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