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La última vez que fui al cementerio a ver a mi padre sentí una fascinación infantil por introducirme en los mil y un mausoleos que habían en él. No sé si fue el hecho de estar pisando un suelo que no era mío sino del Paraíso o fue un sueño despierto que tejí mientras leía con paciencia de abuela los nombres de las tumbas, las calurosas y resignadas frases que los deudos esculpían con manos ajenas en los mármoles y las flores que el tiempo castigaba con la sed y la soledad, impregnando el mensaje no sólo al ángel que vive en la tumba, sino al espectador, como yo, que le toca observar tal cosa.
Debo admitir que, con respeto de por medio, me fascinan los cementerios. Es una paz… que no se observa en las noticias centrales. Es una paz con fragancia agradable. Es una paz que no se dibuja ni se firma, sino que se vive. Es una paz vieja (el cementerio ya carga con dos siglos encima) en donde viven más de tres millones de almas, tres millones aproximadamente. Mis espaldas se endurecieron aquel día, radiante pero muy frío, cuando buscaba la tumba de mi padre, sencilla, mas me resulta mejor estar allí que peleando con el psicólogo más en boga. No es miedo, es sólo un gesto de mi doña Sensibilidad, vagabunda e incisiva. Siento que un espíritu me acaricia los cabellos, volatilizando toda posibilidad de responderle. Penetra en mi cerebro, en mi torso, en mis manos, en mi boca. Una daga atraviesa mi mente. Una risa imaginaria se hace oír. Es un niño. No más de ocho años… su imagen es confusa, no lo sé. Me imagino que me abrazará, le decía a mi conciencia, porque siento como si llevara treinta kilos encima. Mi corazón latía como caballo de carreras y no podía encontrar la tumba que buscaba. Hasta que la pillé.
El día anterior había llovido. Así que le pedí a una señora que cuidaba (era una parienta de mi papá) un tarro y un paño, me subí las mangas y limpié las baldosas verdes que estaban con barro. Mientras tanto le contaba a mi papá que había soñado con gente fallecida que me venían a visitar a diestra y siniestra, amenazando con pisotear mi susto. ¿Acaso los espíritus necesitan de mi amor, de un cariño ajeno? ¿Por qué no eres tú- le dije- el que me va a visitar? Creo que él me observa y me acaricia, porque era tan corto de genio en la tierra que cómo será en el cielo… digo yo. Y lo reté porque tenía sueños premonitorios y me estaba asustando, pero me dulcifiqué y le dije que cualquier cosa debía avisar. Le dejé unas flores, unos claveles blancos, y un te quiero impregnado con resignación y calidez en la superficie. “Te quiero aunque hayas estado lejos de mí”.
Me encontraba con mi tío Carlos y juntos repasamos los momentos acontecidos en aquel fin de semana. Había ganado el tercer lugar en un concurso de cuentos. Angelo, el protagonista de aquella obra y mi mejor amigo, era el trofeo que no está hecho de oro ni acero, sino de amistad. Celebramos juntos aquella hazaña, porque ese cuento lo había escrito en un momento muy especial. El abrazo que nos dimos lo recordé cuando cruzamos la calle con mi tío para tomar el micro que nos llevaría a mi casa. Y horas después, cuando se fueron las visitas, me puse a escribir.
¿Por dónde empiezo?

Texto agregado el 20-12-2004, y leído por 306 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
03-01-2005 Solo 15 años... que envidia!!! pero sana... esto esta muy bien meriodemi
 
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