La desdicha de una vida sin esperanza se abría cada mañana. Las cansadas manos acariciaban mi rostro con una pesadez indescriptible mientras que los animales llenos de alegría por una repetida y casi sin sentido primavera rompía un poco con la monotonía diaria.
La única esperanza que me quedaba en esta vida era irónicamente, la muerte. Esa bella dama me daría paso a una vida llena de placeres y de reencuentros. Ya más nadie queda aquí que pueda hacerme feliz, siquiera sacarme una sonrisa. Mis mal llamados amigos no me dirigen la palabra. Ya no intento llamarlos, hace rato que no toco el teléfono que está sobre la antigua mesada de la abuela.
Una muerte causada no parecía la salida, no era lo que el Señor quería para nosotros. De que vale una vida sin sentido. Esa sensación de un futuro provechoso era aún menor que mis ganas de enfrentarme con la vida.
Años pasaron y la pensión sostenía este cuerpo que no merecía ser llamado persona, no lo era desde ese trágico 1965.
Dolores en mi pecho y retorcijones en mi estómago parecían ser el inicio de una salida retraída pero si esperada. Los cuidados no eran mucho puesto que sabía que esa era la recta final. Esperaba poder subirme al podio en esta carrera.
De repente, dolor, satisfacción y silencio. Rostros a mi alrededor se acercan. Mis amigos están en la sala, veo sus lágrimas pero no me dirigen la palabra.
Ese era el final que tanto había buscado, pero el tiempo pasaba y la no veía esa luz de la que tanto hablaban. ¿Acaso todo acabó? No veo, no siento, apenas pienso. Hasta mi voz se disipó. ¿Sólo sigue esto? Decepción...