“La vida sólo tiene un encanto verdadero: el encanto del juego.”
- Charles Baudelaire

Con los ojos entre abiertos y las manos enredadas, bajo un cielo rojo respira líquidos, amor de madre. Un útero latiente como una burbuja de jabón, la espuma, la rabia por salir, los dedos presionan sonrisas. El niño aprende su falso idioma; su lengua fétida cuando las hormonas lo carburan, unos ojos llaman a sus puertas, un insulso sentimiento de mediocridad escondido en unas sábanas velludas. El sol y las lunas lo golpean de respuestas que él evade bajando los párpados. Cuánto tienes, cuánto eres. Entonces la sensualidad de las miradas hace presencia, el círculo gira alrededor de dos vasos de alcohol diluidos con la noche; una mano que acaricia. El amor. Sublima y crucifica.
Por las noches, en la lluvia se llora el descontento, el paradigma del ser. Un cabello agitado por la brisa, un llanto eterno, gritos del bosque, el dolor como causa. Llega el mundo y sus ciudades de grandes pisos, de ventanas grises, de clima artificial. Hay que aprender a mentir, a sobornar a los de arriba. Y dejar que nos consuma la violencia. Más tarde, con la mano en el volante se mira el calendario, el tiempo corre como gacelas. Todo se va haciendo sepia. Sepia es el color del hambre, sepia del dolor de las caderas, sepia los tatuajes y las fotografías. Invertir el ciclo a un precio alto y darlo todo gratuitamente. El reloj sigue avanzando el medio día, a cocer frijoles y arroz. A digerir sin masticar. A digerir el mundo renegando. Exigiéndole al gobierno la muerte.
Sobre una cama con colchas blancas yacen tres cuartos de siglo, probando el aceite del sueño unas diez veces.
Entonces, después de tanto desgano revuelto en las verduras, llega el fantasma...
Y se lo lleva.