Realmente no pude evitarlo… entre más pensaba en dejar de llorar mi subconsciente me traicionaba con más benevolencia. Es verdad, era un día nublado y grisáceo y no hacía más que mirar por la ventana, pensando en un horizonte lejano y quizás una lata de cerveza. Aún así las lágrimas caían una tras otra y las palabras que escuchaba se metían en mí unos instantes y después desaparecían, pero el sentimiento nunca cesaba; se tornaba más fuerte, mutaba, crecía.
Eran palabras de despedida, sin violencia, que se quedaban simplemente flotando, desapareciendo. Me aferraba a la pared como si me fuera a desparramar si me moviera y pensaba en dejar de llorar, pero el llanto guardado despegaba más intenso, salía en sonidos cómicos y ligeros, forzado.
No quería que mi llanto fuera la última imagen.
Empecé a temblar como si siempre hubiera hecho frío; quería desmayarme y despertar con otra cara, manos más finas, piernas más largas, menos desesperación. Cuando mi cabeza finalmente se despejó un poco, traté de esbozar una suave sonrisa sin ironía, sin odio, sin dolor para que reflejara el amor que me recorría con tanta pasión todavía; para recordar el principio y lo bueno, sin excentricidades. La belleza de la simpleza; escalofríos; pequeños suspiros.
Pero sólo hubo indiferencia de respuesta entre el silencio.
Demasiado tarde… después de la octava puñalada, ya había dejado de mirarme; mis lágrimas caídas en sus ojos abiertos...
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