Cada mirada
Siempre mira igual, con grandes dosis de sexo; en sus ojos se refleja el deseo, siente muchas irrefrenables emociones. Es como si me necesitase, suplica una oportunidad para abrazarme y decirme qué tal le va la vida. A mí no me ha ido mal del todo, tengo un perro que me quiere y un coche que se queja cada diez mil kilómetros. Mis padres viven tranquilos en un lujoso apartamento de noventa metros cuadrados situado en una urbanización sin hooligans de Ibiza; pero mi vida es más sencilla que la de mis progenitores, toco la guitarra en un club de jazz del Born barcelonés y vivo muy cerca de allí, en un estudio de cincuenta metros cuadrados por cuarenta napos al mes. Y me siento triste pero contento porque vivo para mi música, y hago lo que quiero, menos follar como me gustaría y con quien me gustaría. Magda es la camarera del local con la que me gustaría pasar un cuarto de hora de sexo guarro y masoca, donde las reiteradas penetraciones anales la hiciesen soñar con un universo de colores y un perfume cósmico de endorfinas revoloteando en compañía de una docena de mariposas rojas.
Magda tiene un tipito de lo más adorablemente escandaloso, siempre lleva sandalias de plataforma a lo drag y minifaldas de temporadas atrasadas de Zara. Su pelo es una cascada salvaje de rizos negros en busca de un trozo de cara donde colocarse cruelmente para ser acariciados por sus aterciopeladas manos(no sé como se lo hace siendo camarera)que vuelven cada mechón a su sitio correspondiente. Su dentadura es obscenamente perfecta, y acompaña a unos enormes labios africanos. Es la más sexy de la tribu (me refiero a la peña del bareto) y además lo sabe. Lo que más cachondo me pone es verla cogiendo cajas y cargando las jodidas neveras pegajosas de la barra del final del escenario. Yo toco los jueves y viernes por veinte mil a la semana y cualquier copichuela que me venga de gusto. Algunas noches también me pagan la cena: un puto bocata de hamburguesa fría con queso y desagradable pepinillo francés avinagrado(la especialidad del restaurante de la esquina), y todo acompañado por una consistente salsa de yogurt y ketchup. La Merche(otra de las camareras)se lo come en cinco segundos, la muy guarra se lo traga como si fuese un pene egipcio de algún estilizado faraón.
La Magda dice que la Merche es una viciosa de cuidado, se ve que la pilló en el almacén haciéndoselo con el repartidor de las birras. Cada noche el local se llena de desconsiderados turistas occidentales amantes del daiquiri y consumidores empedernidos de Ron Punch(un brebaje dionisiaco de ron, zumo de naranja, y grosella). La música de mi guitarra acompaña sus estados insolentes de embriaguez, y a veces hace de suave banda sonora de sus sutiles esnifadas en los sucios y desagradables baños repletos de orines. La Magda es novia de Josema, el pianista cubano admirador de Michel Camilo con el que lleva seis años de estúpido noviazgo idílico. A Josema lo conocí una noche de putas en un lujoso hotel de Panamá donde hicimos un festival de Jazz latino producido por Rubén Blades. Desde entonces nos hicimos íntimos amigos y creamos el dúo Charanga, el encontró el curro en el bar. Antes estuvimos un año deambulando por las calles de Gijón, donde incluso llegamos a actuar en el mismísimo teatro Jovellanos durante una gala benéfica para los niños del Tercer Mundo. Allí conoció a la Magda durante una sesión de madrugada de Surf, los dos mantiene este hobby playero. Siempre lleva unos ajustadísimos modelitos de Quicksilver que realzan su enorme busto de noventa y cinco.
Sus muslos quedan aprisionados bajo elegantes pantalones blancos de cremalleras, y su culo queda bien sujeto gracias a sus minúsculas tangas de precisión. Es toda una mujer-estatua llena de suave glamour caribeño. Es la responsable de mi primer mojito de la noche. La Merche en cambio, es muy calorra y viste como una foca de circo en una piscina municipal de algún pueblo costero de Filipinas. Josema fuma puros cubanos, y nos contagia con sus embrujadas notas rítmicas que obligan a bailar sin ser escuchadas. Es un misterio que sólo conocen sus perfilados dedos.
Aprendí a tocar la guitarra al mismo tiempo que me inicié en el importante arte de la masturbación; es decir, a los doce años de edad, y en mi pueblo natal murciano : Los Alcázares.
Allí hacia tanta calor que tu mente se envenenaba de lascivia, lo que despertaba unas crueles ganas de mover tu miembro hasta quedarte empapado de una extraña mezcla de semen y sudor. Una tarde me hice un pajote en la playa, mientras contemplaba las abusivas olas de un mes de marzo. Me corrí en la arena, que a posteriori pude remover con los pies para ocultar los millones de espermatozoides que iba desperdiciando con mi todavía desconocido e inidentificable mundo de música y sexo.
La guitarra me la regaló un rockero vecino mío que murió de sida con tan sólo veintiséis años, era un poco maricón y tantos viajes a Grecia lo llenaron de esperma malo que le derivó en una cruel inmunodeficiencia. Su cara se volvió cadavérica como el dibujo que llevaba detrás de su chupa de cuero llena de estrías . Ese instrumento estaba poseído por su odio y rencor hacia la jodida y desastrosa sociedad, cada vez que la tocaba me convertía en un despiadado diablillo de película de serie B americana.
Mi apodo artístico era Jim Alcázar, aunque me llamaba Francisco Navarro Rodríguez(un habitual y desapercibido nombre de españolito de a pie) y no sabía hablar otra cosa que no fuese castellano con tacos.
Mis padres se querían, y pude disfrutar de un estupendo buen rollo familiar toda mi vida. Me emancipé a los dieciocho, al día siguiente de ver una película de Bruce Lee en el destapado cine de verano de Los Urrutias en Punta Brava. Quería ser tan grande como Bruce pero dando golpes de guitarra, y lo conseguí después de patearme media Asturias con mi sidoso instrumento de precisión de aquel pobre rockero mariquita.
A los veintiuno me trasladé al barrio de Carabanchel en Madrid, donde vivíamos Josema, Magda, y yo en un pisito de sesenta metros cuadrados a reformar y con butano. Nunca teníamos nada en la nevera, y eso hizo que nos espabilásemos a todo gas. Por las mañanas tocábamos en el metro(en la parada de Antón Martín)y por las tardes en un cutre club del barrio de Bilbao. Siempre terminábamos hasta el culo de cubatas y cervezas que nos tiraban esos imbéciles amantes de OBK. El techno arrasaba por aquellos años sin cabida para un jazz de precisión como el que hacíamos Josema y yo. Entonces nos decidimos a abandonar la ciudad del Bernabéu para aposentar nuestros culitos en otro cutre y butanero piso del Raval barcelonés. Allí nos fue un poquito mejor, ya que la ciudad Condal gozaba de mayor infraestructura musical : los túneles de los transbordos metropolitanos eran mucho más largos y estrechos, lo que nos permitía un mayor acercamiento a nuestro público. En esa época de calamidades, fichamos a un saxofonista Jamaicano llamado Néstor Cifuentes. El tío era un gorila de dos metros amante del zumo de piña y la paella congelada que había venido a Barcelona en busca de una pedagoga con la que se enrolló en un hotel de su lisérgica isla. La muy zorra le dio un teléfono falso y una equivocada dirección.
El tío estuvo tocando con nosotros hasta reunir el dinero para el billete de vuelta, fue una putada de las gordas porque Néstor era muy grande. Josema encontró por casualidad a un gordo que tenía un bar de mojitos en el Born y que nos alquilaba un piso en mejores condiciones en las que estábamos. Nos pusimos a tocar dos veces a la semana, y pudimos colocar a la Magda detrás de la barra. Durante la semana daba clase de guitarra a pijos que iban de hippys y hablaban con más eses que la familia Martínez Bordiu. Por las tardes hacía encuestas a doscientas pelas el cuestionario para colaborar con un consumismo idiota que sustentaba una sociedad capitalista que envenenaba a los ciudadanos con innecesarios productos que compraban para no utilizar jamás. Yo hacía preguntas tan útiles como: ¿dime cinco marcas de yogurt?, o ¿que marca deportiva consumes habitualmente?.
Mi vida no me la cuestionaba nunca, aunque con un currículum así se reducían mis posibilidades sexuales. Ninguna mujer me podría mirar con un mínimo de interés suscitado, y en este mundo las miradas son la clave. Ahora, querido lector, alza la vista y dime qué estás mirando.
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