Hace unos días apareció un informe sobre la educación en España: por lo visto, nuestros adolescentes están entre los peores de los países avanzados. Naturalmente, todos se echan la culpa: los profesores culpan a la Administración por los constantes cambios de planes, por la falta de medios y a los propios estudiantes por su falta total de interés y motivación; los alumnos culparán al sistema en sí y a los profesores; y me figuro que los padres coincidirán con los alumnos, porque resulta complicado admitir que tu hijo no tiene interés en estudiar. En todo caso, saltan las voces de alarma y vuelve la crítica general a nuestra sociedad, que fomenta el éxito fácil, rechazando el esfuerzo personal en detrimento del amor por el dinero.
Por otro lado, leo un artículo donde un científico alertaba que corren los científicos actuales, que no es otro que convertirse en “idiotas sabios”: expertos absolutos en un tema muy concreto e ignorancia en todo lo demás, incluso en la de manejarse con soltura entre sus congéneres.
Así que tenemos dibujado los dos extremos de una línea, el analfabetismo funcional (aquel que es capaz de leer y escribir pero que apenas entiende de nada) y el idiota sabio. Me figuro que entre esos dos extremos estamos la mayoría, en algunos momentos acercándonos al analfabeto, en otros al idiota. Una lectura superficial podría ser falsamente tranquilizante: total, nadie quiere ser ninguno de los extremos, ¿verdad? Pero ese sería la conclusión fácil, que no suele ser la cierta.
Lo cierto es que cada vez nos hemos alejado más del ideal Renacentista de hombre, aquel que era capaz de ser ducho en varias artes y ciencias. No olvidemos que la era moderna comenzó en aquella etapa, en la que hombre se convirtió en la medida de todas las cosas en detrimento del Dios castigador y vigilante protagonista de la época medieval. El ser humano se liberaba del yugo que impuso el primer cristianismo para mirarse el ombligo, pero no por narcisismo o complaciencia, sino por deseo de conocer el mundo. Ya no bastaban las explicaciones divinas, había que explorar, que buscar las respuestas en el mundo, aquí abajo, en la tierra, en la vida.
Fruto de ese espíritu fue Galileo Galilei (condenado por la Iglesia católica hasta hace pocos años, cuando reconoció cínicamente haber tenido con Galileo un problema de “incomprensión mutua”, cuando lo único que dijo Galileo es que la Tierra giraba alrededor del sol, manda cojones), los viajes de Colón (aunque fueron los chinos los primeros en descubrir América, ya hablaré sobre ello en otra Columna), el desarrollo de la perspectiva en la pintura, la creación de la imprenta, etcétera, etcétera.
Naturalmente en aquella época se cometieron barbaridades, pero para eso está la Historia (y lo pongo así en mayúsculas, para referirme a la Historia que se estudia, que la real siempre nos será inaprensible en su totalidad), para quedarnos con lo bueno de épocas pasadas y tratar de no volver a cometer viejos errores.
Y quizá sea el momento de reivindicar ese tipo de concepto de ser humano, de mujer y hombre, aquel que se pregunta qué ocurre, por qué suceden las cosas, cómo, cuándo y dónde, que no busque mayor éxito que entender mejor al mundo y a sí mismo. Aquel que no concibe la competencia como un “te voy a aplastar, gusano”, sino como la limpia carrera compartida donde en el fondo ganamos todos porque cada avance en cualquier disciplina nos beneficia. Donde la dignidad de una mujer o un hombre sea algo más que su capacidad de venderse cual producto de mercado. Quizá haya que preguntarse si todas esas cosas que consumimos nos hacen verdadera falta y si nos estamos rodeando de cosas para rellenar el hueco que provoca la insatisfacción.
Y es que estar vivo implica evolucionar constantemente, estamos genéticamente marcados para ello. Querer mejorar no es sólo algo propio de mentes elevadas, talentos especiales: es sinónimo de ser humanos, ni más ni menos. Hay dos caminos para ser consecuentes con nuestro destino: el fácil o el difícil. O mejor dicho: el que como una droga nos dejará insatisfechos constantemente o el que nos puede hacer felices, pero cuesta.
Ser libre no viene marcado por el saldo de nuestra tarjeta de crédito. Ser libre es una mochila que a veces pesa. No es dejarse caer rodando por un prado, es –como dijo Jünger- ser un emboscado, alguien que fuera capaz de vivir por sus propios medios en un bosque.
Pero mientras no asumamos la maravillosa dificultad que implica ser humanos, seguiremos más o menos igual, con miedo a ser libres. Porque eso es lo que facilita la proliferación de analfabetos, de idiotas sabios y de una mayoría que se cansó de hacer algo para que las cosas cambien, excepto mirar con cierta incredulidad las facturas del banco, preguntándonos por qué no tenemos más dinero y sin acabar de entender por qué nunca estamos satisfechos del todo.
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