(Este cuento es la versión última y final del cuento corto "De pestes y sociedades"; así debió ser desde un principio. Espero que lo disfruten)
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A menudo el pequeño despertaba llorando, trataba de tranquilizarse, volver a respirar con regularidad y volver a dormir. Sin embargo, esa mañana no pudo hacerlo y siguió llorando; la peste ya era insoportable, un olor agrio recorría el edificio golpeando las narices.
— ¡Jacinto, el matamoscas! —gritaba su madre—. ¡Rápido que se comen al niño!
Pero Jacinto parecía no escuchar; el hombre todavía dormía, estaba cansado. Habría sido necesaria toda la Junta de vecinos para sacarlo de la cama, pero ellos estaban ocupados desde temprano intentando todo tipo de cosas: limpiaban los subterráneos y departamentos, rezaban, hacían mandas, curaciones y penitencias; la situación se hacía inaguantable y nada parecía dar resultado. La peste se había tomado el edificio.
— ¡Jacinto, despierta! —insistía la mujer—. El niño está llorando ¡despierta!
Finalmente el hombre del 43 tuvo que levantarse, tomó al niño en sus brazos y lo paseó por la pieza hasta que se calló. ¡Que distinta habría sido su vida si hubiese terminado su carrera! ¡Cómo extrañaba su otra vida! su vida antes de su hijo, su vida antes de casado...
Cuando conoció a esa mujer él ya vivía en ese departamento, ella vivía un piso más abajo, en el 32; no sabía que le había llamado la atención de ella. La primera vez que la vio fue en una reunión de la Junta de vecinos; la verdad ninguno de los dos solía asistir a esas juntas, así que, si hay algo que puede atribuirse a la suerte en su historia, no ha de ser otra cosa que esto. El sentarse junto a ella no fue coincidencia, tuvo que esperar de pie bastante rato.
—Hay que subir las cuotas, hay que fumigar —decía la vecina del 54—.
—Habrá que fumigar tu casa primero —dijo la gorda del 56— Para mí que de ahí viene el asunto.
—Y de qué se queja usted que nunca ha pagado una cuota —agregó el marido de la primera—.
Por esos días la peste ya había llegado y desde entonces era motivo de discusiones. Así, desde que comenzó la reunión, poco a poco el ambiente se fue tornando denso. Los hombres, no bien habían pasado cinco minutos, comenzaban a acalorarse y subir el tono; por si las moscas se sacaban las chaquetas. Las mujeres en cambio, sin tanto protocolo, gritaban ya desde hace rato.
Así no fue difícil acercarse, cuando casi todos se habían puesto de pie para no quedarse fuera de la discusión que se empezaba a poner interesante, Jacinto se acerco callado y se sentó junto a la mujer.
—Vivo en el tercer piso —le dijo ella de inmediato—. ¡Mucho gusto!
—Cuarto piso —dijo Jacinto—¿Hace mucho que estás aquí?
—Demasiado. Vivo en el 32.
—43 —dijo Jacinto—.
La mujer tomó su cartera y se puso de pie; Jacinto no supo si acompañarla o no, pero por si acaso se paró junto con ella. La mujer no dijo más, se arregló el pelo y se fue; Jacinto se quedó parado un rato, lanzó una que otra palabra al aire como participando de la discusión que aún seguía, y luego se fue también. Pero no la siguió.
—Despierta Jacinto. ¡Cómo puedes dormir de pie! —le gritó su mujer—.
—¿Qué quieres?
—Nada, pero te ves ridiculísimo ahí parado.
El hombre no dijo nada, se fue de la habitación, se metió al baño y comenzó a desvestirse para darse una ducha; el pequeño había vuelto a llorar.
—¡Jacinto, el niño te llama!
Mientras se duchaba se acordó de la segunda vez que había visto a esa mujer; aun no sabía qué le había llamado la atención de ella. Él estaba empapado, era uno de esos días en que se larga a llover sin avisos; no había salido vestido para la lluvia ni llevaba paraguas. La mujer apareció de repente, lo paró en el ascensor; ella también subía y casi se quedaba abajo.
—Tercer piso por favor.
—Si, 32. Hola... raro día —dijo Jacinto por decir algo mientras apretaba el botón—.
—Raro... —dijo ella—. ¿Muy cansado?
—Mojado —respondió mientras goteaba y pensaba en algo más para decir—¿Cansado? Sí, muy cansado. Hace frío...
—Sí bastante.
Como hubiese querido que el edificio fuese más alto. Tres pisos es muy poco tiempo para decir algo inteligente, algo importante. ¡Si al menos hubiese terminado su carrera o tuviese un trabajo interesante! De algo podría haberle hablado entonces.
—¿Cansada?
—Si, muy cansada —respondió—. Tercer piso, aquí me bajo. ¿No Bajas?
—No, cuarto piso.
—¿No bajas?
—Lo siento, estoy muy mojado.
—Bueno, hasta luego...
—Adios
¡Mierda! era todo lo que podía pensar después que se cerró la puerta con la mujer del otro lado. No podía creerlo, debió haberse bajado, pero era uno de esos días malditos en que se larga a llover sin ningún aviso; no había salido preparado, salió sin paraguas y de verdad no se sentía bien. “Otro día con gusto, nos vemos” dijo mientras abría la puerta de su casa.
—Con quién hablas Jacinto –preguntó la mujer—.
—Hablo solo —dijo mientras se secaba—.
Y así, mientras Jacinto se vestía en el baño, la Junta de vecinos seguía empeñada en acabar con el olor. Quizás si hubiesen hecho algo de un principio hubiese sido más fácil, pero la peste fue llegando de a poco, por eso al comienzo nadie se quejó. La verdad, tampoco había alguien con quien quejarse, pero ese día ya era insoportable. El edificio estaba lleno de moscas que llegaban de todas partes y todo tipo; azules, negras, pequeñas, grandes, silenciosas...
—¡Jacinto, Jacinto!
—¡Qué pasa mujer!
—Llevas una hora en el baño. ¿Estás bien?
—Si, bien.
—Desocúpalo entonces, yo también he de bañarme algún día.
—Pues algún día he de salir de todas formas.
—Aprovecha ahora que golpean la puerta. Te buscan.
—¡Salga Jacinto, cómo es posible! ¡Es inaguantable! —llamaba la Junta de vecinos a la puerta—.
Alguna vez se pensó en otros, pero ya no había tiempo de pensar; días atrás una familia entera había sido lanzada a la calle. Eran gente nueva, raros; nadie quiso hablarles. Según algunos el olor se fue con ellos, pero luego decidió volver y entonces fue que llagaron las moscas. En realidad, nadie sabía ni le importaba si era el mismo olor de antes.
La viuda del 64 siempre dijo que la culpa era de los perros del viejo del 63, el que solía decir que la peste dormía con la gorda del 56, quien le echaba la culpa a la vecina del 54. Otros pensaron alguna vez que era la mujer del 32.
—¡La peste duerme en sus sábanas! No hay duda de que viene del 32 —dijo nuevamente el viejo del 63—.
—Ella trajo las moscas —dijo la viuda del 64—. Debe ser su ropa.
—Esa mujer trae la peste —concluyó la Junta de vecinos—.
Y así, por si las moscas, decidieron echarla del edificio. Desde ese día Jacinto andaba mucho más decaído y cansado que de costumbre; a menudo despertaba llorando, trataba de tranquilizarse, volver a respirar con regularidad y volver a dormir. Sin embargo, desde entonces no podía hacerlo y seguía llorando; la peste ya era insoportable.
También, en otro momento, se pensó que podrían ser los niños del segundo piso, pero ya no había tiempo de pensar. Todos estaban de acuerdo ese día, el culpable era el hombre del 43, o más bien su hijo. Los vecinos habían juntado ya tantas firmas para deshacerse de ambos como moscas sobrevolaban sus cabezas; al menos les alcanzaban para deshacerse del niño.
—¡Salga Jacinto, cómo es posible! ¡Es inaguantable! —llamaban a la puerta—.
La mujer estaba ahora en la ducha y Jacinto se terminaba de arreglar para abrir la puerta. El pequeño, que poco entendía, apenas lograba escuchar sus propios llantos entre tanta gente que llamaba a su casa. Y, en realidad, poco más que llorar podía hacer también luego, mientras la gorda del 56 le sujetaba fuertemente sus patitas. Jacinto, cansado de tanto griterío tomó su maletín de los tiempos en que estudiaba veterinaria y sacó rápidamente una jeringa para hacer callar una vez más a su hijo, esta vez de un sólo pinchazo.
Las moscas se fueron junto con el pequeño y después de unos días de su muerte ya casi nadie se acordaba del mal olor, pero quizás decidiese volver más adelante; Jacinto seguía ahora a las moscas que no lo esperaron.
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