Primera parte
Salía todos los días del trabajo sobre las dos y media, cruzaba lentamente las calles, como si me pesaran los pies enormemente y no pudiera aligerar el paso. La cabeza cabizbaja, el animo medio hundido, las manos en los bolsillos, el traje arrugado o mal colocado, los zapatos sin brillo. Yo solo era un hombre mediocre, sin ilusiones, que vivía según un orden que yo mismo me había impuesto y que creía que era el mejor, o por lo menos en esos momentos. La avenida me engullía entre tanta gente, me hacia invisible en el anonimato de las caras con las que me cruzaba, muchas de ellas las mismas de todos los días y sin embargo me daba la sensación de que todas eran nuevas en cada momento. ¿Lo eran? Da igual, mi desconocimiento de ellas era igual al mío.
Siempre pasaba por delante de una enorme pizzería y en ella me detenía a comer una vez por semana. Lo hacia de forma mecánica, siempre en la misma mesa, servido por la misma camarera, la misma pizza y la misma bebida, pero todo ello sin disfrutar de lo que me tomaba. De la misma manera que otros días iba a distintos restaurantes, siempre los mismos y los mismos días. No había emoción.
Hace dos meses estaban pintando la puerta principal de la pizzería y había que entrar por la trasera. Desde ella se veía toda la gran cocina y dentro una mujer menuda que se movía sin parar. A partir de ese día vuelvo para apoyarme en esa puerta quedándome absorto en la preparación de las pizzas.
Segunda parte y final
No hay orden, prepara diez pizzas a la vez, pasa del horneado a la preparación de la masa y de allí a condimentarlas, todo ello de forma diferente cada vez. De tanto mirarla evoco cada noche todo el rito de su preparación, y cada noche es diferente. Sus manos, celosas la una de la otra, se pelean por ser las que se hundan en los condimentos: los trozos de jamón salado o dulce, siempre rojo, las carnes muy picadas y sazonadas, las verduras esquivando la cocción anterior y esparcidas por toda la superficie, los quesos olorosos, que casi funden en los dedos y brillan con sus colores desde el crema al verde, el tomate tan rojo como la sangre que fluye por ella y que la incendia en sus mejillas, por supuesto no se olvidan las especias que cuando las comes te hacen bailar el gusto por toda la boca. Lo hace todo llenando de encantos la masa, esa masa que ha preparado con anterioridad. Se remanga la camisa por lo alto de los codos, las manos trabajan la harina con un poco de agua, sal y levadura, el polvo blanco se esparce por todos lados en un trabajo rápido, sin pausa, elaborado. Y después la deja reposar, no sé el tiempo. ¿Minutos, horas? Que más da, la deja descansar tras ese vaivén que la hace arrebatarse. Cuando vuelve a ella la coge entre las manos húmedas, le da unas vueltas, la toca entre la caricia y el amasado, la expande por la mesa, se hunde en ella haciendo penetrar sus dedos ágiles por todos sus recovecos, de cuando en cuando la hace volar en vueltas que la marean hasta hacerla caer sobre sus manos ya exhausta y lista para recibir todo lo que yo quiero. Al final ya preparada con todos los sabores la lleva a un lugar oscuro y cargado, hasta que la hace dorarse, se quema entre las llamas de la cocina y el deseo de comerla, de engullirla, de partirla con los dientes en un roce leve y tragarla.
Hoy me he atrevido a decirle a esa mujer que me enseñe, que quiero aprender el arte de sus maravillosas manos sobre las pizzas. Lo tengo todo preparado para recibirla dentro de unos minutos en mi casa y por fin satisfacer el deseo guardado durante dos meses, confundirme con la harina y el tomate, saborear las alcaparras y la ternera, volver mi lengua loca con el calor de la pimienta y la frescura del orégano.
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