La luz de la Luna acariciaba la arena del desierto descubriendo brillos plateados. Pero la luz nunca llegaba al lugar donde me encontraba. A mi izquierda, un enorme edificio de basalto negro y acero gris me ocultaba la pálida cara de Selene. El edificio, ahora deshabitado, prometía en sus paganas tallas una horrible pesadilla perpetrada por aquellos que lo construyeron. Era una torre cuadrada de una planta enorme, con vigas de metal rodeándola a cierta distancia, como las costillas de una repugnancia prehistórica que alojasen sus oscuras entrañas.
Aparté la vista del edificio, y la centré en lo que había en frente de mí: una explanada libre de las frías baldosas de mármol negro de la Ciudad. Allí, el extraño clima había hecho crecer una frondosa vegetación más negruzca que verdosa, atravesada por un estrecho sendero. A un lado, cuatro vigas de hierro limitaban un rectángulo de piedra teñido de rojo por la sangre de innumerables sacrificios. Un movimiento rápido y viscoso me hizo sentir un escalofrío, y no pude seguir mirando aquel páramo.
Me senté sobre los escalones cubiertos de escarcha, esperando, sin saber si mi Diosa aparecería trayéndome la luz, o si volvería a ver el fatuo vehículo que presagiaba lo peor. Sentí un viento helado agarrar mis costillas e intentar sorberme la sangre, mientras esperaba rodeado de los inquietantes ruidos de los seres de la noche.
De vez en cuando, un par de amarillos ojos brillaban unos segundos antes de desaparecer. Otras veces, notaba cómo el aire arrastraba gemidos articulados que no llegaba a entender. Sentí presencias a mi alrededor, moviéndose con parsimonia, deleitándose con el efecto que sus inquisitivas miradas y sus despectivos gestos causaban sobre mí.
Un ruido despertó a la noche. Mi corazón latió veloz, intentando liberarse de su prisión de huesos para comprobar si sus esperanzas eran recompensadas.
Un lento ronquido anunciaba la llegada de un transporte, a la vez que la fantasmagórica luz que proyectaba en la bruma se acercaba. Yo esperaba que fuera mi Diosa, que me sacaría de allí, me llevaría a su mundo e luz y calor todo el tiempo que el destino le permitiese, y luego depositaría un dulce calor en mi mejilla antes de prometerme que volvería.
Pero fue la enorme mole que tanto temía la que apareció, disolviendo las sombras con su atronador rugido. Se abrieron sus fauces, que mostraron al demonio de socarrona sonrisa que custodiaría de mí. Resignado, entré en su interior y me preparé para partir con lágrimas atascadas en mi garganta. Entonces, por el frío cristal, vi llegar a mi Diosa, cuya sola presencia hacía retroceder a la noche. Pero llegaba tarde, y lo único que pudo hacer fue despedirse con su pálida mano, quizás para siempre.
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