Hubo una vez un chico que navegaba al filo de la media noche por las aguas de Internet, en un mar de palabras sin destino, buscando un puerto en una pequeña isla en la que amarrar su barco. Al leer tus palabras, el viento antes frenado por el dolor de tormentas pasadas, volvió a henchir las velas de aquel barco que solo yacía sin rumbo en un océano que se extiende hasta donde sólo los sueños pueden llegar. Quién sabe, tal vez, el viento me lleve hasta la isla buscada, y al bajar del barco, mientras la brisa marina trae a mi rostro las gotas de una ligera lluvia, que resbalan por mis mejillas como dulces lágrimas de alegría, comprenda que son las caricias de la ansiada felicidad. Al fin, viviría en un lugar donde, la arena es blanca, como lo son los sentimientos de un corazón puro y sincero.
Soy joven, lo sé, pero he vivido mucho y recorrido mucha distancia en poco tiempo y si algo he aprendido, es a escuchar a otro corazón que pide algo más allá que palabras huecas. Yo no puedo hacer que me creas cuando te digo que me has inyectado algo especial al leer lo que has escrito, pero si que puedo creerte a ti, y por tanto, intentar que si la distancia o el tiempo hacen imposible que lo que demandan nuestros corazones sea saciado, al menos sea comprendido, dejando entre los dos una hermosa amistad, como flor que crece en un pedregal, arropada por los rayos del sol y las caricias del viento de nuestras palabras. |