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Un buen hombre

La gente cruzaba la Plaza de Armas sin detenerse. Del lado norte, el café de la antigua de la Posada del Virrey empezaba a llenarse con hombres que desayunaban o tomaban un café mientras arreglaban algún asunto de trabajo. Las mañanas entre semana como esa, la plaza se encontraba mucho menos visitada que un sábado o, sobre todo, un domingo, cuando numerosas familias paseaban por la plaza y les compraban un globo o un dulce de algodón de azúcar a los niños después de haber ido a misa a la catedral. El vendedor de globos seguía ahí, pero las bajas ventas le permitían permanecer sentado en una de las bancas en vez de tener que caminar la plaza. En el lado poniente, la gente entraba y salía del Palacio de Gobierno. En el opuesto, un grupo de mujeres leía documentos de pie a la entrada del edificio Municipal. Frente a cada uno de los dos edificios había una serie de boleros con sus sillas altas y periódicos deportivos y sensacionalistas del día para los clientes. A excepción de uno, que se esmeraba en darle brillo a las botas texanas de un hombre con sombrero blanco y panza cervecera, el resto de los boleros leían el periódico ellos mismos. Desde un balcón del Hotel de Gante se asomaba una mujer entrada en años que aprovechaba para beneficiarse del sol que dejaba aquel cielo desnudo de abril. En la esquina sur, frente a la catedral de cantera rosa, había un grupo de estudiantes, probablemente foráneos, poniéndose en posición para una foto de grupo. Una muchacha regordeta gritaba con voz pituda tratando de que los demás se acomodaran.
“Ojalá y se callara” pensó el hombre de anteojos de marco grueso y corbata a rayas mientras arrojaba semillas a las palomas que se agrupaban a su alrededor. Le molestaba el ruido. Hacía ya tiempo que se había acostumbrado a no tenerlo, desde que sus hijos eran más jóvenes y vivían todavía todos juntos. Más tarde leería el periódico del día que tenía doblado a su lado. Por ahora observaba a la gente ir y venir mientras seguía arrojando puños de semillas a sus pies. “¡Digan quesoooo!” gritó la regordeta. “¡Babosa! Mira que ocurrírsele traducir ‘cheese’ como si fuera a dar el mismo efecto de imitar una sonrisa que la palabra en inglés”. Si salían sonriendo en la foto o no le daba lo mismo, pero el ruido lo molestaba. “Los jóvenes son como son y no hay nada que hacerle. Pero podrían tener un poco más de respeto. ¿Qué no se darán cuenta de que a la plaza la gente viene a relajarse, a leer el periódico, a buscar un poco de paz, fregada?” El hombre volteó su mirada hacia los estudiantes. Por fin habían tomado la maldita foto y parecían estarse preparando para irse. Un vendedor de semillas de calabaza se paseaba entre ellos ofreciendo la mercancía que llevaba en una canasta de palma. Dos muchachos se acercaron a comprarle cucuruchos. El vendedor sonreía con una sonrisa que hacía parecer que nada lo pudiera hacer más feliz que venderle aquellas semillas tostadas a ese par de ruidosos. Una vez que se alejaron comiendo sus semillas, ninguno más le compro nada. Sin embargo, el vendedor permaneció mezclándose con los jóvenes hasta que estos se marcharon.
El también había sido joven, pensó el hombre, pero eran otros tiempos aquellos. Ya podía uno dar gracias a Dios si lograba ir a la universidad, que se iba a andar pensando en lo que llamaban viajes de estudios aunque de estudios no tuvieran nada. Para él las cosas no habían sido así de fáciles. Había empezado a trabajar en la ferretería de su padre desde que tenía catorce años. Cuando terminó la preparatoria le quedó claro que no iría a la universidad como hubiera querido. Nunca se habló siquiera del asunto. Un día, cuando estaba en la ferretería estudiando para uno de los exámenes finales de quinto de bachillerato, su padre le preguntó, “Y ¿Para cuándo terminas la escuela, Arturo?” Dentro de quince días, había contestado “Que bueno” dijo su padre “Porque necesito que te hagas cargo de la ferretería” Y así fue, quince días después, no cumplidos los diecinueve años, se había convertido en el responsable de “La Sierra”, una ferretería modesta pero con una clientela estable. No volvió a plantearse estudiar una carrera y se concentró en hacer crecer el negocio. Cuatro años más de estudios lo hubieran convertido en licenciado o ingeniero, pero fue el trabajo duro y constante el que le había dado el título que muchos de esos ingenierillos ya quisieran. El no era cualquier licenciado o ingeniero Sepúlveda sino Don Arturo Sepúlveda, así con mayúscula.
- ¿No quiere una bolsita de semillas, señor? - El burdo acento campirano lo sacó de sus pensamientos
- No, muchas gracias - Contestó de manera automática en su habitual tono de voz, que, sin dejar de ser amable, mostraba su posición superior.
- Andele. Están rete-buenas. Las tosté yo mismo - Insistió el hombre con una sonrisa franca.
- Gracias mi amigo. Pero es que no como semillas.
- Esas que le está dando a las palomas le han de haber salido bien caras. - Dijo moviendo la cabeza para señalar a las palomas. Sepúlveda no sabía cuanto había costado la bolsa de maíz en la despensa. La muchacha se encargaba de la compra.
- No fue tanto. Lo compro a granel para que salga más barato – mintió.
- Aquí en la plaza yo me fijo que a la gente les gusta darle maíz palomero a las palomas. Yo creo que creen que como se llama “palomero” que es pa’ las palomas, ¡Pero es pa’ hacer palomitas! – Soltó una carcajada abierta – Ahí disculpe el señor, no vaya uste’ a creer que digo que uste’ por eso lo haya comprado – Se quitó el sombrero de paja y se lo volvió a poner para señalar su disculpa- Yo lo que le digo es que a las palomas les da lo mismo de cual maíz sea, inclusive les gustan otras semillas. La gente a veces me compra semillas de estas que yo vendo para dárselas a las palomas y viera uste’ nomás como se las comen.
Mientras el otro hablaba, Arturo Sepúlveda tuvo oportunidad de observar al hombre. Debía de tener más o menos los mismos años que él, que serían 71 en pocos meses. Era bajo y correoso, con la piel de barro negro curtida por el sol. Tenía unos ojos pequeños y expresivos bajo el sombrero ese de paja que parecía ocultar una cabellera entrecana todavía densa. Un gran bigote blanco que parecía salido de una fotografía de la revolución cubría un poco aquella boca semi vacía. Los dientes que le quedaban eran largos y delgados y las encías estaban cubiertas de sarro. Sus ropas remendadas, aunque limpias, eran una camisa blanca y un pantalón de gabardina gris. Las uñas de los pies y de las manos eran toscas de trabajar y caminar. Las primeras se veían en los guaraches de suela de llanta que al poco tendrían que ser remplazados. Don Arturo se preguntó que hacía hablando con aquel hombre con quien obviamente tenía tan poco en común, pero reconoció que le resultaba más bien simpático.
- ¿Y usted que recomienda, entonces? – Dijo al tiempo que echaba, con un poco menos de convicción, otro puño de maíz a las palomas que esperaban expectantes.
- Verá usté, yo creo que es mejor comprar grano barato para los pajaritos que no saben la diferiencia y guardar el bueno pa’l nixtamal. ¡Digo! Digo yo.
- Hace mucho que no me como unas buenas tortillas de nixtamal blanco. Las que se compran son casi todas de Maseca o si no de un nixtamal industrial. ¿Usted lo compra o la hace usted mismo? – El vendedor alternaba la mirada entre don Arturo y le gente que pasaba, para no perder a los posibles clientes.
- ¡No, que lo voy a andar comprando! ¡Lo hace m’hija todas las semanas! Con maíz blanco cuando se puede, eso es lo que come uno.
Tortillas hechas a mano – pensó. Todavía veinte años antes se podían comprar de señoras que las hacían en sus casas de las colonias populares ¿o era hace treinta?. No recordaba, al menos veinte. Claro que en aquel tiempo la ley impedía el uso de otro maíz que no fuera el amarillo para hacer tortillas de uso comercial, que estaban subsidiadas. Ahora se podían comprar de diferentes calidades, pero a pesar de toda la tecnología para hacerlas mejores, más suaves y duraderas, seguían sin saber tan buenas como las tortillas de rancho hechas a mano. Tortillas, ricas tortillas con chile y frijoles calentadas en el comal sobre las brasas, era probablemente lo que comiera el hombre todos los días. Gallina, huevos o algún trozo de res para acompañarlos los días mejores.
El hombre era muy viejo como para tener una hija joven - Así que su hija vive con usted – fue lo que dijo, y al tiempo que lo decía recapacitó que la gente del campo a veces seguía, a falta de medios para comprar casa propia, viviendo con sus padres hasta que éstos se murieran. Se sintió un poco avergonzado, sin embargo el hombre no mostró haber notado nada raro en la pregunta.
- Si fíjese usté. Chona, así le decimos, ella y León, su esposo.
Un hombre joven se acercó a la silla de limpiabotas más cercana. “Buenos días don Arturo” dijo al tiempo que se sentaba en el pequeño banco adosado a la parte baja de la silla y abría el candado del compartimento de herramientas. “Me fui a desayunar al mercado, pero ya estoy de regreso para bolearle los zapatos. ¿Quiere que lo hagamos ahorita o nos esperamos?” . “De una vez” dijo don Arturo y se levantó para sentarse después en la silla alta. “Buenos días, don Pablo” dijo el boleador al vendedor de semillas haciendo un marcado asentimiento, en un intento de mostrar respeto hacia el hombre mayor. “Buenos días Pedro” contestó don Pablo “¿Cómo va el negocio?” “Pos aquí, jalando, don Pablo, jalando”. Sepúlveda volteó a ver sus zapatos bostonianos color negro y después se fijó en los huaraches de suela de llanta del vendedor que dejaban ver sus pies morenos y curtidos. Con la creencia de que así duraban más, Arturo Sepúlveda tenía la costumbre de alternar zapatos, un día los bostonianos que llevaba ese día y otro día los mocasines. Probablemente el vendedor de semillas no tenía más que esos huaraches o, si acaso, un par de zapatos que usaba los domingos para ir a misa. El boleador empezó su trabajo, don Arturo sintió el masaje que daba la escobetilla con jabón a través de la piel del zapato. Los zapatos se encontraban limpios y aceptablemente brillantes antes de que el boleador hubiera comenzado su tarea. Después de todo, solo habían sido usados un día desde su última limpieza. Arturo Sepúlveda reconocía que lo hacía por el placer que le daba aquel masaje en los pies. De debajo de la silla se asomaba el periódico alarmista que tenía el boleador para sus clientes. A él nunca se lo ofrecía. Sabía que no le gustaba ese periódico y además siempre traía el suyo, uno de la Ciudad de México. Hizo un esfuerzo con la vista cansada para alcanzar a leer el titular “Los mató porque le hicieron mal de ojo” decía en grandes letras rojas.
Una pareja joven se acercó al vendedor y el muchacho preguntó el precio del paquete de semillas. Cuando lo supo pidió uno. La canasta estaba llena hasta la mitad de semillas a granel. Sobre éstas, la tercera parte de la superficie estaba cubierta por los cucuruchos de papel revolución en los que las vendía. El vendedor tomó un cucurucho que se veía ligeramente más lleno que los demás “Andele, llévese este que está más lleno.” Dijo entregándoselo al muchacho y poniendo una pizca adicional para copetear el paquete en el que parecía ya no caber más. Los muchachos se fueron comiendo las semillas y el vendedor cogió uno de los cucuruchos de la canasta y le puso más semillas para que se viera claramente más lleno que el resto.
Arturo Sepúlveda observaba todo esto mientras pensaba en como los trucos para vender no se limitaban a ningún nivel o actividad. El boleador se esmeraría al final de su faena en hacer rechinar aquella tira de trapo contra los zapatos y, cada dos o tres pasadas, levantarla para hacerla chasquear un par de veces aflojándola y estirándola rápidamente, pero por el momento seguía enjabonando los zapatos. Todo parte del espectáculo para tener contento al cliente y vender más. También él lo había hecho durante mucho tiempo.
Al principio, su padre se aseguraba que hiciera las cosas. Muchas ya las sabía de las tardes y los sábados que había pasado en el negocio, primero observando y, desde los 14 años, trabajando. Pero una cosa era estar tras el mostrador o acomodar o contar partes y otra llevar todo el negocio. Negociar con los vendedores, cobrar las ventas a crédito, que eran pocas y solo a clientes que su padre había decidido, tratar con los empleados. Durante mucho tiempo estuvo resentido con su padre; por tener que llegar antes que nadie para luego ser el último en marcharse con tal de demostrar que él podía, y por todos los domingos que trabajó en vez de divertirse, hasta que acabó quedándose sin amigos. Pero lo que más sufrió fue que aun así, por años su padre no mostró nunca satisfacción con su manera de hacer las cosas. ¡Pero él tampoco dejó mostrar su sufrimiento y su frustración!. Al final acabó agradeciéndolo pues fue en ese tiempo que entendió que la vida se gana a partir de disciplina y esfuerzo. Desde entonces, estos dos simples, pero importantes, lineamientos se habían convertido en los ejes de cómo llevar su vida. Gracias a ellos podía estar ahora relajado, boleándose los zapatos en la Plaza de Armas en un bien merecido retiro. Tuvo que esperar a que muriera su papá para poder implantar las medidas que hicieron que la “La Sierra” se convirtiera en la cadena de cinco ferreterías que llegó a ser: el sistema de inventarios, la creación de un departamento de compras y otro de ventas a mayoristas y contratistas. Todavía recordaba la vez que llegó a proponerle a su papá un sistema de inventarios “Y ¿Para qué nos sirve esa cosa, m’hijo?” preguntó a media risa “Pues para saber cuanto tenemos, papá y cuanto es la ganancia” Había contestado orgullosamente. “Mire, m’hijo” Dijo entonces el padre “Cuando yo empecé no había nada” Movió la mano enfrente de él para abarcar todo lo que se veía en el almacén trasero donde se encontraban “Así que todo lo que ve, es ganancia”. No se volvió a hablar de un sistema de inventarios en “La Sierra” hasta después de su muerte.
El chasquido de la tela lo hizo levantar los ojos de su periódico. “Ya está, mi jefe ¡Como espejos!” Don Arturo Sepúlveda revisó el trabajo y quedó conforme con el resultado.
Don Pablo, el vendedor de semillas, seguía ahí. Se había sentado al extremo de la banca donde minutos antes se encontraba Arturo Sepúlveda. Los años no habían pasado fáciles por ese hombre. Surcos arados por las penurias y regados por el tiempo atravesaban su cara, que, aun así, mantenía un aire de paz y, casi se podría sospechar, de satisfacción. ¿Qué hace que un hombre con tan poco parezca satisfecho? ¿Por qué Gonzalo, con todo lo que yo le había dado, con todas esas puertas que le fueron abiertas, no había hecho otra cosa que quejarse siempre? Teresa nunca se queja, igualita que su mamá, tomó su papel de poquita cosa desde siempre. Nomás a falta de cola no la lleva entre las patas.
- Me contaba que su hija y su yerno vivían con usted. ¿De dónde es usted, oiga? – Sepúlveda supuso por la forma de hablar y el aspecto que sería en alguna ranchería en las afueras de la ciudad. Su suposición le fue confirmada.
- De Escalerillas. Ahí he vivido siempre.
- ¡No me diga! – dijo con falso asombro. Hay un arrollo muy bonito que va a dar a la presa de San José que, según me acuerdo, por Escalerillas tiene muchos álamos.
- Así mero, como usté lo dice. Ahí lavan las mujeres y nadan los escuincles. ¡Bueno! Cuando lleva agua, porque por estos meses está más seco que nada. Si acaso lleva un chorro de agua que parece una culebra a medio morir.
- ¿Y cómo le hace para venirse todos las días a San Luis?
- ¡Nooo, si ahora está rete fácil! Ya los camiones urbanos llegan hasta allá. A las seis de la mañana sale el primero. Es el que agarran muchas de las muchachas que trabajan en casas en San Luis. Yo me vengo en uno que sale a las siete, ¡Bueno! Disque a las siete, porque luego no pasa hasta las siete y cuarto, siete y media a veces. Endenantes, todavía hace como quince años, uno tenía que venirse en un camión de redilas que salía a las seis. Todos amontonados atrás. El dueño del camión nos cobraba, ya ni me acuerdo cuanto, pero poquito. El de cualquier manera iba pa’l rumbo a transportar material de construcción. Igual le hacía uno para regresar en la noche, nos recogía en la Alameda a eso de las ocho de la noche. ¡Fíjese uste’! – dijo abriendo los ojos – Cuando yo era joven me venía caminando. Entonces no vendía semillas, en esos tiempos yo era albañil.
- ¡A ver, vamos a probar sus semillas! – dijo Sepúlveda casi sorprendiéndose a si mismo. El vendedor le pasó un cucurucho copeteado. El metió la mano en el bolsillo para buscar una moneda.
- No, don Arturo, no se moleste. Estas yo se las regalo. A ver que le parecen.
Arturo Sepúlveda asintió lentamente con la cabeza en señal de agradecimiento. ¿Hacía cuanto que no comía semillas? Cogió la primera y la puso entre sus dientes para partir la cascara y dejar que la semilla tostada saliera a su boca. El sabor en el paladar y el olor que le alcanzaba la nariz le recordó, como solo los olores y los sabores pueden recordar, el verano anterior a que dejara la escuela y empezara a trabajar… Isabel... Ahora volvía a tener tiempo, pero el tiempo ya no servía para lo mismo. Las posibilidades abiertas y el disfrutar del presente habían desaparecido. San Luis era otro, la vida era otra, ese verano ya solo quedaba en sus recuerdos. Jugaba fútbol durante el día. Tomaba cerveza durante las interminables partidas de dominó noche tras noche. Paseaba o iba al cine con Isabel todas las tardes. Compraban un helado o semillas en esa misma plaza. Ella caminaba haciendo mover la falda de su vestido azul, sonriendo, comiendo su helado. La muchacha de vestido azul pasó frente a él y cruzó la calle hacía la catedral. El vendedor le daba el cambio a un hombre moreno y abultado.
- ¿Así que usted mismo tuesta las semillas? – dijo Don Arturo.
- Así mero, señor, así mero. – El hombre volvió a mostrar su sonrisa fácil- Primero las dejo secando al sol y luego ya las tuesto en el comal.
- ¿Y qué hace con la calabaza?
- No, pos esa la Chona, m’hija, se encarga de hacerla dulce para que la venda su marido.
- ¡Ah! Así le sacan beneficio completo – dijo en tono amablemente condescendiente.- ¿Nomás tiene una hija? Pablo ¿Así se llama, Pablo?
- Así mero me llamo, igual que mi papá, que en paz descanse. Tengo dos. La otra se fue hace ya casi, va para tres años, p’al otro lado. Igual que sus dos hermanos, aunque ellos se fueron endenantes que ella. Los dos trabajaban en la zona industrial de obreros, como casi todos en Escalerillas. Pero cuando las cosas se pusieron feas en el noventicinco, los corrieron. Le buscaron de albañiles, pero les daban trabajo por uno o dos meses y lego se volvían a quedar sin que poder comprar para comer. Así que se fueron a echar la suerte para las pizcas.
- A eso se dedican, ¿Entonces?
- ¡Nooo, ya no!. Duraron dos temporadas en eso, pero es trabajo muy duro. Tenían que andar moviéndose con las cosechas de estado en estado. No, ya después consiguieron trabajo en San Antonio. Uno, de cocinero en un restaurante, ora es mesmamente ahí donde trabaja su hermana, Juana, mi otra hija. El otro consiguió trabajo de auxiliar de un electricista, ya que aprendió el idioma sacó su diploma y puso su propio negocio. Junto con Juana se fueron las familias de los muchachos.
- Debe usted estar muy orgulloso de sus hijos.
- ¡Sííí, como no voy a estarlo! Pero eso no quita que a veces me den reta hartas ganas de verlos, ¿Sabe?. Pero bueno, ni modo, que se le va a hacer. Mire, al menos la Chona y su marido siguen aquí. ¿Usted tiene chamacos, don Arturo? – Sepúlveda se detuvo antes de contestar. Tengo dos, porque Gonzalo es mi hijo. Aunque no lo vea.
- Si, Pablo, tengo dos. Una hija, la más grande y un hijo dos años menor que la muchacha. Teresa está casada y su esposo es el que lleva el negocio de la familia, unas ferreterías que tenemos. El muchacho vive en el DF. Ya lleva trabajando allá muchos años.
- ¿Y ese no está casado?. Los míos toditos, viera uste’.
- No –dijo volteando a ver a la gente que pasaba. - No se casó. - Después, para cambiar el tema - Su mujer, Pablo. ¿Desde cuándo ya no vive? – bajo un poco el tono de la voz al decirlo.
- Ya va para ocho años. Se despertó un día de madrugada, vomitando sangre. La subimos a una camioneta de uno de ahí de Escalerillas que nos hizo el favor y nos la trajimos p’al Seguro. Había harta gente en Urgencias. Ya después de un buen rato nos dejaron pasar. Mi vieja ya casi ni color tenía. Al ratito se murió. Una úlcera fue lo que nos dijeron que tenía. Le pusieron un suero a ver si así se mejoraba, pero no se mejoró.
¡Maldito Seguro Social! Pensó don Arturo Sepúlveda. El pobre hombre ni se enteró de que ponerle un suero no le había servido de nada a su esposa. El vendedor de globos pasaba a unos cuantos metros.
- Oye, Pablo – gritó - ¿Ya se te quitó?
- ¿Qué, oyes? - Contestó don Pablo moviendo la barbilla hacia arriba, enfatizando la pregunta.
- ¡Lo hablador! – dijo el vendedor de globos soltando una carcajada.
- ¡Ah, que cabrón! - Rió de buena gana Pablo, el vendedor de semillas. El vendedor de globos se alejó moviendo todavía la cabeza. – Bueno don Arturo, voy a darme una vueltesita, a ver si hay marchantes por el otro lado de la plaza. ¿Por aquí va a seguir?
Arturo Sepúlveda no tenía prisa por llegar a ningún lado.
- Sí, aquí voy a estar todavía un rato.
- Bueno, pos entonces orita nos vemos. Con su permiso, don Arturo.
- Propio, Pablo, propio. – don Pablo se alejó hacia un grupo de adolescentes cerca del quiosco central.
Desdobló el periódico. El encabezado anunciaba en grandes letras, que parecían querer agregarle veracidad, la dudosa declaración de un político de segunda. Empezaba a mirar a través de sus páginas cuando la esquina de su ojo derecho se vio invadida por el firmamento del vestido que atravesaba la calle de regreso de la catedral. Bajo un poco el periódico para observar el vaivén que se acercaba para pasar enfrente de él. Isabel, ¿Cuándo te vi por última vez?. Verte, te seguí viendo, para mi desgracia. Te seguí viendo hasta el día que te moriste y luego te vi muerta. Pero ya hace mucho que estuve contigo, solo, contigo, contigo solo, por última vez.. La plaza de armas no había sufrido muchos cambios desde entonces y los había sufrido todos al mismo tiempo. Ahora los jóvenes ya no venían a pasear por ella, se quedaban en Carranza, en los clubes, en los centros comerciales. Entonces la gente venía y disfrutaba de esos jardines, aunque ya no fueran los mismos, y de esas bancas, aunque antes fueran de madera y ahora de metal. ¡Cómo paseaba contigo, Isabel!. ¡Cómo pasaba el tiempo! Sentado yo, oyéndote tocar la guitarra, sin conocer mucho de música te pregunté: ¡Qué bonito! ¿Lo compusiste tú?, tú reíste Isabel, con tu risa desordenada “No, esta en particular la compuso Tito Guizar” dijiste. Estaríamos juntos para siempre, pensaba. Yo sabía que me esperarías, que entendías que yo tuviera que estar tantas noches y tantos fines de semana en la ferretería, sin ti. ¿Qué fue de tu vida, Isabel? ¿Me extrañaste como yo a ti? ¿Pensaste algún día que tus hijos podrían haber sido conmigo?. ¿Me lloraste como te lloré aquella tarde que fuimos a comprar los chocolates a San Francisco y me dijiste que ya no nos veríamos?.
- ¿Qué desea, señor?
- ¿Mande usted, señorita?
- ¿Qué que quiere llevar? – Le contestó la dependienta de la tienda de chocolates. Arturo Sepúlveda se dio cuenta de que había caminado las tres cuadras que separaban a la plaza de Armas de la de San Francisco. Pidió lo primero que se le ocurrió.
- Doscientos gramos de ‘Olímpicos’, por favor. Los favoritos de Isabel.

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El hombre llevaba su otra camisa, pero los mismos pantalones y el mismo sombrero de paja. Se encontraba sentado en las escaleras que llevaban a la puerta principal de la catedral cuando vio hacia la plaza y observó que don Arturo ya había llegado y se encontraba, con su corbata de rayas, sobre la silla alta de Pedro boleándose los zapatos. Los feligreses estaban a punto de salir de misa de ocho y media. Esperaría su salida pues con seguridad le comprarían mercancía. Alzó la mirada para ver el reloj de la catedral. La mano larga apuntaba al cielo. Tardarían otros diez minutos en salir. Creyó recordar que don Arturo generalmente no llegaba antes de las diez de la mañana, con lo que hoy había llegado más temprano. El globero se encontraba sentado en una banca cerca del Palacio de Gobierno. A esas horas había pocas madres que compraran globos para sus hijos. Un coche apareció por la esquina noroeste. El gobernador llegaba a su oficina a la hora de costumbre. Su coche era el único con acceso permitido a las calles que rodeaban la plaza de Armas, peatonales desde varios años atrás.
Las cerdas del cepillo se deslizaban sobre la piel al tiempo que ésta iba cobrando brillo. ¿Para qué vas a pagar por algo que te puedo hacer yo? le solía preguntar Esperanza, 25 años atrás, cuando aun vivía. La costumbre mujer, le decía, la costumbre. ¿Qué no entenderá después de casi veinte años que cuando te casas con el patrón, dejas de ser su empleada? se había preguntado. No soportaba su servilismo. ‘Hay una gran diferencia entre un buen hombre y un hombre bueno” repetía su padre. ¡Que acertada había resultado aquella frase! Nomás que aplicada a su mujer: era una mujer buena. Madre sobre protectora y consentidora, esposa abnegada en el sentido más bíblico de la palabra. Rara vez salía de la casa y fue allí donde se murió de la manera más estúpida al resbalar en la escalera y quebrarse la nuca. Los hijos en la escuela, él en la ferretería, la misma que había preparado para Gonzalo y que hoy era administrada por el idiota de su yerno. La tarde anterior había pasado por la ferretería principal. Desde el infarto, hacía dos años y ocho meses, solo se paraba por ella de vez en cuando. A lo mucho una vez al mes. Coincidió con Teresa, que ayudaba un poco al torpe de su marido. ¿Viste a Gonzalo, papá? le había preguntado. No, hija, ¿Estuvo aquí?. ¿Con que el fin de semana?. A la mejor pasó y yo no estaba, hijita. Sabía que no era cierto, ya nunca iba. Si acaso en Navidad y solo por un rato. No lo acababa de comprender.
Era cierto que fue un padre estricto. Tuvo que hacerla de mamá y de papá después de la muerte de Esperanza y trató de darles la educación que mejor pudo, sobre todo a él, al hombre, para que se preparara y pudiera encargarse del negocio. ¡Qué gusto le había dado el ver a su hijo graduarse de preparatoria y saber que, a diferencia de él, Gonzalo podría ir a la universidad! Por eso le insistió que estudiara contabilidad o administración. ¿Qué quieres estudiar fotografía? Yo te compro la cámara que quieras, pero te vas a Austin a hacer la carrera. Es por tu bien, hijo. Yo sé lo que hago. ¿Tu novia? Ella te esperará, tú no te preocupes. Si te quiere y ha de ser, no tienes de que preocuparte. Muchachas hay muchas, hijo, le dijo dos veranos después cuando la misma muchacha estaba por casarse con otro. Tenía yo razón, Gonzalo, no era para ti. ¿Por qué dejaste la escuela, hijo? ¿Por qué te alejaste? Los primeros años todavía venías, anduviste moviéndote de lugar en lugar, mal viviendo de las fotos que tomabas, pero de vez en cuando volvías, te quedabas una semana y te volvías a ir. Yo trataba de convencerte de que volvieras a terminar la carrera. Es por tú bien muchacho, que hubiera querido yo tener las oportunidades que tienes tú. Con el tiempo cada vez viniste menos, hasta que acabé por saber de ti solo por medio de tu hermana. Te escribí varias veces diciéndote, ofreciéndote, que si regresabas te podías hacer cargo de una de las ferreterías, pero nunca respondiste siquiera a las cartas. Al chasquido de la tela siguió la voz de Pedro.
- Listo, mi jefe. ¡Como espejos! – El boleador cogió el periódico de debajo de la silla y lo abrió. El titular leía: “¡Campesino entra en contacto con extraterrestres!”.
- Gracias Pedro.
Metió la mano en el bolsillo para sacar las monedas que puso en la mano del boleador. Después se acerco a la banca para sentarse. Sacó una bolsa de plástico con maíz del portafolios en el que también llevaba el periódico, la abrió y empezó a arrojar puños de maíz al suelo. No habían pasado veinte segundos cuando ya se encontraba enfrentado por igual número de palomas. Las observaba. Al menos la mitad de ellas tenían las patas dañadas por alguna enfermedad que no podía identificar. A alguna le faltaba solo uno o dos de los dedos, pero había otras a las que ya no les quedaban sino los muñones sobre los que se movían. Lo que más le llamaba la atención de éstas últimas era la aparente falta de reconocimiento de su condición de mutiladas. Se movían con la misma libertad, aunque con más dificultad, que sus hermanas sanas. Alguien se acercaba, las palomas se echaron a volar. En el aire era imposible distinguir entre sanas y enfermas.
- Buenos días don Arturo. ¿Aquí en su lugar de siempre?
- El hábito, Pablo. Buenos días. ¿Cómo estamos?
- Bien, con la bondad de Dios, bien. Muchas gracias. Ayer que regresé ya se había ido.
- Me acordé que tenía que hacer una cosa muy importante – mintió.
- Sí, es lo que me imaginé. Mire, pruebe las semillas, hora me quedaron rete buenas. – Sonrió al tiempo que acercaba una pequeña tasa con un mango de plástico en el que deberían de caber quince o veinte semillas. Sepúlveda acercó la mano para recibirlas. Probó una.
- Así es, Pablo. Muy buenas. ¿Pero, qué no le quedan igual todos los días?
- ¡No, patrón! Si hay que saber encontrarles el tueste. Endenantes se me quemaban bien seguido. Eso cuando empecé. Pero uno se fija y después de fijarse mucho, y de quemar las semillas rete hartas veces, va aprendiendo como quedan más mejor. Ahora ya no se me queman, pero todavía a veces me salen muy buenas y a veces no tanto. ¡Sigue dándole maíz del bueno a las mugres palomas!
- Habrá que acabarse el que hay primero, Pablo, habrá que acabárselo.
- ¡Eso sí que ni que! Habla uste’ con la verdad. Yo por eso digo, que un señor importante como usté’ se le nota que sabe de las cosas. Pos porque si no, pos no estaría en esa posición suya de usté’.
- No se crea usted, Pablo, que en todos lados se cuecen habas. – Dijo medio en verdad, sin poder evitar sentirse halagado por la deferencia de aquel hombre sencillo.
- Si a veces yo quisiera haber tenido la educación, así como usté’, para poder enseñar a mis hijos. Pa’ que crecieran sabiendo. Pero bueno, uno hace lo que se puede con lo que le da Diosito. ¿Verdá? – El hombre se había quitado el sombrero de paja y se pasaba un paliacate por la frente y la nuca para secarse el sudor.
- Lo importante es pasarles los valores básicos – dijo Don Arturo grandilocuente, convencido.- Disciplina, trabajo, constancia, respeto, esas son las cosas que cuentan. Eso es lo que lo hace a uno hombre.
- Uste’ lo dijo, don Arturo. Eso trata uno. Como a las bugamvilias, hay que ayudarlas dándoles una guía para que luego ellas crezcan solitas, grandes, fuertes. – Pablo volteó hacia la plaza en busca de marchantes. El boleador leía su periódico. -¿Qué dice el periódico hoy, Pedro?
- Pos de un cristiano que se encontró a unos marcianos de otro mundo, don Pablo.
- ¡Ah, que cosas! – dijo carcajeándose don Pablo.

Una mujer todavía joven acompañada por una muchacha que debía ser su hija caminaba en dirección a ellos. Arturo Sepúlveda la reconoció. Inés se acerco sonriente e inclinándose le dio un beso en la mejilla:
- Buenos días, don Arturo. ¿Cómo está? ¿Dándose su vueltecita de la mañana?
- ¿Cómo estás, Inés? Aquí, dándole de comer a las palomas. Aprovechando el buen día que hace. ¿Y tú?
- Haciendo unos mandados, don Arturo. Mire, esta es mi hija Isabel, le puse igual que a mi mamá. ¡Saluda niña! – regaño todavía sonriente a la muchacha – Va a pensar don Arturo que eres una ranchera. – Isabel se acercó y besó en la mejilla al anciano. - ¿Cómo está Gonzalo, don Arturo? Hace mucho que no lo veo.
- Bien, hija, bien. Sigue viviendo en la Ciudad de México. En lo suyo de las fotos. ¡Ya sabes! – pensó que podría tener menos tiempo de verlo ella que él. No, probablemente ella particularmente no.
- Por favor me lo saluda la próxima vez que venga. ¡Bueno, don Arturo, que ya nos vamos por que si no no alcanzamos a hacer todas los mandados! Cuídese mucho, don Arturo. – dijo mientras le daba un beso de despedida. Arturo Sepúlveda las vio alejarse hacía la calle de Hidalgo hasta que se habían perdido entre la gente.
- Que señora tan elegante – oyó decir al vendedor de semillas - ¿Es pariente de uste’?
- No – dijo para sí mismo – es una antigua novia de mi hijo.
- ¿El que dice que no se casó?
- Ese mismo, Pablo, ese mismo.
- Estaba pensando yo – dijo Pablo con su boca de dientes con sarro y encías casi vacías – de eso del periódico que dice que vieron a unos de otro planeta. Pos, yo no sé que piense usté, pero yo no creo que haya otros planetas, como dice el periódico. Por que pos Diosito nos puso en este mundo y pos aquí es donde estamos todos. Unos más ricos y otros más pobres, pero yo también me gasté mis centavitos cuando estaba joven, y los que pude gastarme, aunque hayan sido pocos, pos así los disfruté. Y pos por eso yo creo que pos pa’ que va a haber otros mundos si en este es en el que vivimos. ¡Digo! Eso es lo que yo digo.
Arturo Sepúlveda oyó sin realmente escuchar lo que dijo el vendedor.
- Así es. – fue lo único que dijo.
- Pos ahí con su permiso, don Arturo, voy a darme una vueltecita por la plaza que por todos lados hay que pasearse. Unos días le va a uno mejor por un lado y unos días por otro. A ver como quiere Diosito que nos vaya hoy. Por aquí nos estamos viendo don Arturo.
Arturo Sepúlveda alzó la mirada hacia don Pablo.
- Por aquí nos estamos viendo, Pablo.
Vio alejarse al hombre, arrastrando los pies de caucho. Aún desde atrás le parecía poder ver la cara sonriente de Pablo al tiempo que se acercaba a un hombre que, cómo él, leía el periódico en una banca. Cogió la bolsa de semillas de maíz por el fondo y la dejó vaciarse de un solo golpe. Un grupo de palomas se abalanzó sobre ellas. Don Arturo se levantó y cogiendo su portafolios empezó a caminar. Cruzó la calle sin coches hacia el café de la Posada del Virrey. Recorrió el frente del establecimiento al tiempo que miraba hacia dentro. A través del ventanal podía ver las caras de los comensales. Una mujer sonreía a un hombre al que, al estar de espaldas a la ventana, no se le podía ver la cara. En otra mesa estaba una pareja de hombres mayores, los dos callados, tomando el café y viendo pasar a la gente. Un grupo de mujeres, de entre cuarenta y cuarenta y cinco años, hablaban y reían al parecer todas a la vez. Un muchacho pretendía poner interés en la conversación de un hombre que debía ser su padre. Cuando se iba acercando al final del ventanal observó otra cara que, aunque se encontraba más cercana que las demás, se veía con menos claridad. Era una cara a la vez familiar y, se dio cuenta en ese momento, desconocida. Las bolsas bajo los ojos eran cubiertas parcialmente por los anteojos de marco grueso. De la parte inferior de la nariz se marcaban dos líneas que seguían hacia abajo, rígidas, hasta desaparecer en el cuello flácido. La cara reflejada sobre el cristal parecía ausente de cualquier tipo de emoción. Arturo Sepúlveda la observó por un instante antes de voltear la cabeza en la dirección en que iba andando. Esa cara no le decía nada.


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Texto agregado el 17-12-2004, y leído por 407 visitantes. (0 votos)


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