Comida china
No se si a veces te pasa: Te dejás ir. En lugar de vivirla vos, la vida te vive. Te va envolviendo como la capa al toro en una verónica, con el movimiento lento de los cambios profundos. Así, casi sin que te des cuenta, mansamente, te volviste otra persona para siempre.
A Victoria la conocí por casualidad, cerca de Plaza Italia, en una especie de taller de cocina oriental. De ella es que te quiero hablar. O de mi, no estoy seguro. La recuerdo con una media sonrisa pálida, Llevaba una túnica de gasa color arcoiris y estaba paradita como un caleidoscopio ó la bandera del cooperativismo al lado de un chino que transpiraba como un idem para enseñarnos en 45 minutos dos mil años de sutilezas. Vaya uno a saber como y porqué Victoria habría ido a parar ahí. La cuestión es que de imperceptible que era te resultaba imposible ignorarla, como a un bidet en medio de una iglesia. A la salida del curso la vi quedarse mirando el cielo porteño desde la puerta del edificio. Desorientada y desprotegida. Me acerqué y le invité un café.
Nos sentamos en una mesita de madera cerca de la ventana, en uno de esos desgastados bares para tacheros que todavía existen en la zona más auténtica y berreta de Palermo viejo. De esos que mantienen al fondo un tabique de madera y vidrios opacos con el cartelito “salón familiar” para disimular el rincón de los amores furtivos. -¿Café?- le pregunté cuando se acercó el mozo con la rejilla en una mano. -No, lo estoy dejando. Prefiero un té - Su voz era suavecita y cansada, ruido de viento arremolinando hojas en la tierra. –Bueno, contáme que es lo que más te gusta de la comida china, así nos vamos conociendo- arranqué con la ilusión de empezar una conversación -No se - contestó mirando más al vidrio mismo que a lo que pasaba del otro lado, -La verdad es que nunca la probé. - Puse mi mejor cara de nada, como si me hubiera contestado algo normal, pero para mis adentros la clasifiqué como un espécimen mas de la fauna de alienados de mi Buenos Aires querido. Querida Victoria. Y comencé a repasar mentalmente el listado usual de excusas prefabricadas para escaparme de ella lo más rápido posible. Seguro que a vos te pasa lo mismo. No hay cosa más incómoda que estar físicamente cerca de un desconocido imprevisible. Como en un ascensor ó en una sala de espera.
No se porqué, pero en lugar de usar un pretexto cualquiera para irme, la miré directamente a los ojos aguados y le dije que estaba incómodo y que lo que menos esperaba en una estudiante de cocina china era esa mirada larga y rara, ese estar y no estar al mismo tiempo y obviamente, el que jamás hubiera comido algo chino. Creo que recién ahí me vió por primera vez y, por un momento, presentí que con una sola palabra me iba a explicar su mundo. En lugar de eso, vi como cruzaba un relámpago de comprensión por su mirada, levantó suavemente las cejas en un gesto de aceptación de lo inevitable y giró la cabeza hacia la ventana para seguir mirando vaya uno a saber que. Pagué y me fui. Sin palabras sin gestos. Sin nada. Necesitaba salir rápido de ese paréntesis de irrealidad en el que yo solito me había metido y volver tranquilamente a ser un tipo del montón.
No volví a verla nunca mas. Mejor dicho, nunca volví a verla en persona. Porque algo así como una semana después y por televisión, me asomé al dolor que le ahumaba la mirada. En un noticiero la vi esquivando cámaras y preguntas a la salida de su casa. De nuevo llevaba puesto el vestido caleidoscopio. El último y sensible movilero alcanzó a preguntarle al pasar que sentía al haber abandonado el coche donde estaban su marido y sus hijos justo un instante antes de que una bala perdida hiciera explotar el tanque de nafta, rompiendole la vida entera en cien pedazos, justo un par de horas antes de encontrármela aquella vez.
Y yo que la tuve tan cerca. Y tan lejos. Ese día la etiqueté. Y me escapé para no tener que mirarle lo humano. ¿No te pasa que a veces el drama profundo y ajeno te produce como un vértigo? Pero ya no soy el mismo, Victoria. Me enseñaste un par de cosas ese día. De tu pena y de mi soledad. Aprendí que por ejemplo la vida, la vida a veces puede ser un cuento chino de cocina china.
MR Gorenstein |