El trazo fino del primer cateto era tan sutil, como los besos de los cortometrajes. El trazo del segundo cateto ya sobrepasaba el límite de lo más deseado, como un beso trenzado, una trenza de amor. Pero cuando se cierra el triángulo con el trazo de la hipotenusa, se abren dos caminos: o dejar el triángulo abierto, violentamente, o cerrarlo con apretada sumisión, procurando no dejar rastro de lo primero. Me acordaría para siempre de esta orgía matemática de septiembre, mientras los pajaritos arman parejas desinhibidas en las tarjetas de amor que duran hasta febrero y las alergias tanto físicas como mentales proliferan a diestra y siniestra. A mí me atacó una en especial, una que no pude curar con ácido acetilsalicílico u otro soldado del repertorio farmacéutico actual. El Teorema de Pitágoras, le puse.
Cuando el invierno aún imperaba sobre los cielos de Santiago reinaba en mi piel la primavera, aunque era inevitable morirse de frío en las calles del centro. Eran las siete y media de la mañana e igual que un burro de Medio Oriente iba cargada de cosas. El colegio quedaba en Providencia, así que tenía que aguantar quince minutos de viaje, mirando a cada pasajero con ojos de extranjera redimida. En todo caso, las mañanas me bañaban de libertad. Pero sentía en mí una frontera muy marcada. El amor es el único que no ha puesto fronteras en países, sino en corazones. Entonces olí el peligro que anunciaba mi sistema nervioso y me puse a pensar en puras estupideces. De ahí me nació la duda del Teorema de Pitágoras. No me podía acordar de qué se trataba. Un triángulo salió al ruedo mientras cargaba mi pase escolar.
Bajé las escaleras con cierta soberanía, buscando algo con que distraerme. Seguía recordando el Teorema cuando apareció de nuevo el triángulo. Y precisamente en ese minuto el límite me quemaba con tal fuerza que no me contuve cuando divisé a un ángel-niño que caminaba en el andén, con la potencia de sus ojos verdes y sus aires de déspota amistoso. Era de estatura simple, con el pelo apuntando al cielo y sus músculos faciales armando una sonrisa. Su madre, de belleza detallista y baja estatura, lo que le daba un marco de acogida y la femineidad que las uno setenta y medidas perfectas no han sabido demostrar, al menos las que salen en portadas de la prensa rosa, subidas de tono. La agitación de sus cabellos debiera ser la envidia de los productos capilares, digo yo. Pequeño Ángel me miró con una sonrisa kilométrica, mimándome con la dulzura de los preadolescentes. Me dirigí a saludarlo. Un sonoro beso rozó peligrosamente mi mejilla, mientras les hacía resúmenes sobre mis pruebas, mi colegio y mi vida. El encontrón duraba treinta segundos exactos. Cuando subían las escaleras de la salida y Pequeño Ángel me miró, sentí el vacío amor, el autorechazo, la autoflagelación. Pero su sonrisa luminosa, hasta con hipérbole bíblica, brillaba junto con la mía, mientras una lágrima me refrescó la realidad. La sequía de mis 15 carcomió los pensamientos, hasta hacerme olvidar casi por completo el Teorema de Pitágoras. Casi.
Me subí al otro tren. Cuando pasó a mi lado el susodicho vehículo una cálida ventolera paso por mi entrepierna, luego por mi espalda y después por mi boca, con el olor del antes y un poco de amor. Al abrirse las puertas de par en par reconocí la maciza figura humana de un muchacho de mirada penetrante, como una navaja de algodón. Medité un poco mi jugada, hasta que decidí pedir permiso con la voz quebrada. Se encontraba al fondo de las puertas, leyendo un libro. Me miró, sonriendo un poco. Luego sonrió más. Yo también, cuando tomé su mano. Guardó su texto, inspirado en una escena especial y me abrazó con tal ternura que hasta hoy la fragancia a libertad sigue perturbándome. El triángulo seguía allí, aunque deforme.
Los pasajeros, apurados, llenándose el estómago de preocupaciones, besos y manías, cargando con la cruz de la dependencia y el olor a dinero, otros escribiendo fórmulas y gramática en los cuadernos. Mientras conversaba su brazo seguía cubriéndome, en señal de protección. Me resumió sobre sus pruebas, el colegio y su vida. Yo no pude hablar, sólo quería sentir esa compañía tan agradable. Un algo que se atascaba en mi garganta me impidió pronunciar sílaba alguna. Y con decir que nos miramos fijo. El vagón seguía avanzando. El viento veloz me desordenó un poco mi súper peinado de niña apurada. No aprecié el contenido de esa mirada, quizá serían los nervios. En esas pupilas brillantes anticipé una pasión concreta que no se comparaba nada a la pasión de Pequeño Ángel, tan efímera y vacía. El miedo se apoderó de mi pensar. Pero su respirar estaba cada vez más cerca. Y me di el lujo de probar de ese preciado sabor. El beso no lo presentí, menos lo sentí. Me dejé llevar, como si cayera a una piscina, hundiéndome. El abrazo después me llenó el alma de cosquilleos. Su corazón latía demasiado rápido; un caballo de carreras vivía detrás de esas costillas, yo apostando para que me amara como lo amé en ese momento y como lo amo hoy. Y si los finales de los culebrones cebolla son llorados, al menos en éste no derramé ningún desecho líquido. Cuando lo rodeé con mis brazos, me tomó de la mano y me miró otra vez rebanando mi retina con filo semifatal, ya se habían abierto las puertas. Y también se habían cerrado. El triángulo se desarmó como un castillo de naipes transparentes.
El metro Salvador nos separó. Él me apuntaba con su mirada penetrante y a medida que el vagón se movía mis ojos soltaban su calor, su presencia, su fragancia visible. Se sacudía el pelo con movimientos de rey soberbio y entré en el túnel de la turbación, de la duda. Aún sentía su abrazo, su humedad, su calor.
Estación Manuel Montt. Me distraigo un poco. Camisas azules a la vista.
Estación Pedro de Valdivia. Aterrizo en la Tierra. Supe en aquel instante de su amor, de ese amor antes perdido y ahora encontrado. No sé, quizá exagero. Era miércoles y un diminuto rayo de sol iluminó mi sueño. Pronto habrá un acto de Fiestas Patrias. ¿Habrá sido todo un sueño? ¿Ese beso habrá sido una ilusión? Ya no sé qué rayos pensar, qué rayos hacer. No sé, quizá exagero. Pero mi profesora de Matemática fue más incisiva.
- ¡PAMELA! ¡DESPIERTE! Y así quiere subir su promedio. ¡Durmiendo!
Le pedí un favor, como alcanzando un recuerdo.
- ¿Me puede explicar cuál es el Teorema de Pitágoras?- la profe accedió.
Me llevó a la pizarra. Me dibujó un triángulo rectángulo, me puso una fórmula con potencias y me dice: “La suma de los catetos al cuadrado es igual a la hipotenusa al cuadrado”. Pero en lugar de grabar esa ley griega, mi boca se humedeció otra vez. Regresó el sopor del metro, el vagón avanzando, el olor, el sabor, la textura. No sé cómo rayos resolví el problema del Teorema con tanta rapidez. La agitación de auras poderosas me impulsó a tirar el plumón violentamente para evitar la cantaleta que podía derivar en ataque. Mis compañeras me quedaron mirando con ojos de plato de ensalada, otras se acercaron a mí como si se tratara de un fenómeno. Mientras le ponía la tapa al plumón mi oído reaccionó presintiendo algo. El triángulo ya no era borroso. Era algo concreto. Casi.
Labios en mi cuello derritiéndose como manteca fresa. Ojos mirándome y deseando paciencia y cariño. Un algo reemplazando una cabeza humana. Labios en mi boca alimentando de manera desinhibida a esta servidora de los espíritus que pululan por mi espacio. El olor del metro en las mañanas, mitad amor al vacío, mitad amor lleno. La belleza y la simpleza. La otrora Guerra Mundial. El amor. Sólo el amor. Simplemente, amor.
Y son tan incomprensibles estas paradojas de la adolescencia, como lo concreto y lo abstracto. Trato de descifrarlas en cada beso o saludo de protocolo. Busco en lo angelical y en lo real. Las puertas del tren se cierran como las posibilidades de encontrar respuestas coherentes. Mis labios se humedecen al compás de las estaciones. Dividida entre dos almas que se aferran a mi mente, en común batalla. Luego me olvido de este peritaje amoroso. Para qué, es cosa de vivirlo y sentirlo. Pero ese te amo robado de la sinceridad absoluta me hizo decidir. El amor que buscaba se encontraba en la clase.
Y me interrumpió una voz que creí reconocer, una voz cálida que retorció mis órganos digestivos. La profe Anita me llamaba para ensayar cueca. Volví a mirar la pizarra; el metro seguía avanzando. En la puerta de la sala lo divisé con facilidad. Mis manos frías sudaban copiosamente, hervían de ganas, querían palpar terreno. Cuando lo saludé con un abrazo, el recuerdo de aquel momento en el vagón se materializaba. Entonces le dije a mi pareja de cueca con una sonrisa:
- ¿Sabís qué?- extendí los brazos en señal de caricia- Te agarré cariño. ¡Te amo como jamás lo he hecho desde que te vi!
Y mientras tronaba la música criolla, nos fuimos del brazo como paseando por los recónditos y viscosos pasillos del mundo joven. Se dibujaban en el piso otras figuras que no eran triángulos y la música ambiental no era la voz directa de la profesora. Ya no era el Teorema de Pitágoras. Sino el amor de mi vida, una fórmula de números infinitos.
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