Se colocó en la cola, en último lugar. Aunque tenía la certeza de que no iba a llegar a tiempo, al menos tenía que intentarlo. Sus nervudas manos aferraron el sobre, la tensión era patente en su mirada cuando la fijó durante unos instantes sobre el funcionario de turno. Sintió la sequedad en su boca, tragó saliva y con la punta de la lengua se humedeció sutilmente los labios.
Entró una señora y se colocó detrás de él. La mujer, con aire distraído, empezó a buscar algo en su bolso de Prada. Un modelo seguramente de tamaño más grande de lo que el diseñador habría proyectado, por lo que se veía a todas luces que era un bolso de Prada, pero más falso que un esperpento escrito por Neruda. Valga la redundancia, era, en definitiva, un bolso falso de Prada.
Un hedor a perfume barato comenzó a rodearle. Con el dedo índice y el pulgar de la mano izquierda se masajeó la nariz. Movimientos lentos y continuados. Por un momento pensó que su pituitaria se había insensibilizado. Al segundo se le ocurrió que la pituitaria no era la encargada de detectar los olores. Miró al funcionario, lejano. Decidió que debería volver a leer el tratado de cirugía de su mujer (tomo II) porque la pituitaria se le había hecho un lío.
La mujer de detrás se llevó las manos enguantadas a la nariz y estornudó con vehemencia. Algunos enseres y complementos cayeron en cascada del bolso abierto al suelo. Le ayudó a recoger los objetos desparramados un amable señor que acababa de entrar en la oficina y hacía poco tiempo que se había colocado detrás de ella en la cola.
El sonido del lápiz de ojos al caer y rebotar repetidamente contra el pavimento hasta quedar inmóvil fue lo que más le fastidió. Quizá porque se asemejaba al histérico teclear del funcionario que miraba de soslayo el reloj de blanca esfera que colgaba en una de las columnas de la oficina. No soportaba ese ruidito. Notó un ligero dolor de cabeza y suspiró, parece ser que volvía a tener jaqueca. Esa mañana ya se había levantado algo mareado.
Finalmente, todo estaba de nuevo en el bolso. Al incorporarse, la mujer notó leves palpitaciones en la sien derecha. Agradeció con una sonrisa bien simulada la ayuda del buen hombre y después adelantó tres pasos. La fila comenzaba a moverse, ya era hora. Convertirse fugazmente en el centro de atención de la sala la incomodó hasta el punto de preguntarse si su peinado sería el correcto o si la gente posiblemente habría notado que llevaba alguna carrera en las medias. Encogía los dedos de sus pies con intermitente fuerza mientras ojeaba al funcionario.
Nadie podía sospechar de él, lo tenía todo calculado. Aunque se lo repetía de continuo, no lograba estar tranquilo, sentía como una opresión en el pecho. Aflojó el nudo de su corbata con mano temblorosa y se desabrochó los dos primeros botones del cuello de su camisa. ¿Qué podía perder? En el bolsillo interior de su chaqueta, pegados al corazón, el peso de los billetes. Chilló como un cerdo en el matadero, así que la tuvo que meter velozmente parte de la cortina del baño en la boca. Y después, a la desesperada, le tapó la cara con lo segundo que encontró a mano, espuma de afeitar. Ffffssshhhhhhhhh. Los gritos estridentes se convirtieron en un extraño gorgojeo que le hizo caer en la cuenta de lo ridícula que era la situación, de manera que el sentimiento de rabia se intensificó y la odió todavía más. Apretó los dientes y feroz, comenzó a golpearle sin compasión con el canto redondo del bote de espuma en la cabeza. Salpicaduras de sangre mezcladas con nata blanca saltaron por doquier. Cuando el cuerpo inerte cayó sentado en la bañera, dejó caer el bote deforme y se limpió los ojos con el dorso de la mano. Se detuvo a observar cómo las gotas acariciaban con delicadeza los azulejos del baño resbalando hacia el suelo. Pensó en la ley de la gravedad. Demasiada humedad en ese baño, ya lo había dicho.
Ya hacía más de veinte minutos que llegó y sólo había avanzado tres pasos. Se pasó una mano por la calva. ¿Qué hacer? Ella ya le estaría esperando en la cafetería de siempre. Y él aún tenía que tomar el metro. Pensativo, taciturno, observó las piernas de la mujer que tenía delante. Alzó la vista y miró la hora en el reloj de la oficina. Después bajó la mirada hacia su reloj de muñeca e inmediatamente la trasladó al individuo que esperaba su turno delante de la señora. Quedaban sólo dos personas, sin embargo, la cola era lenta, el funcionario no parecía tener prisa por acabar con el cliente al que atendía en aquellos instantes y él llegaría tarde a su cita. Decidió marcharse y se dirigió hacia la puerta giratoria.
Oyó pasos detrás y al volverse vio como el señor amable de antes salía a la calle. Fuera hacía frío aunque reinaba en lo alto el Sol de mediodía, siendo todo lo generoso que podía ser un Sol en invierno. Buscó su teléfono móvil en el bolso. Vio que tenía una llamada perdida de una amiga. Pensó que la frase del Sol era una horterada y que su editorial jamás le permitiría publicar un texto que albergase esa idiotez. Claro que haciendo cola qué otra cosa podía ocurrírsele. Probó a localizar a su amiga en casa pero ella no estaba. Sonrió. Así que intentó llamar al otro número.
El bip bip bip del móvil hizo que se le erizasen todos los pelos del cuerpo, genitales incluidos. La gente debería cancelar la opción de sonido en la marcación de teclas. Estrujó el sobre entre las manos, la vista fija en la nuca del que iba delante suya. El búlgaro se despidió del funcionario y éste asintió con la cabeza, saludándole a su vez con un gesto insípido. Por fin. Adelantó tres pasos más y llegó al mostrador. El funcionario se reacomodó en su silla y mirándole, unió sobre el teclado ambas manos e hizo crujir los nudillos.
“¿En qué puedo ayudarle?” preguntó al hombre de tez pálida recién llegado al mostrador, e inmediatamente se llevó la mano izquierda al bolsillo de la camisa al notar las vibraciones. Mientras el cliente se disponía a abrir el sobre, apretó discretamente el botón de desvío de llamada.
Cuando la llamó a casa, estaba comunicando. Como le dolían las varices de estar tanto tiempo de pie, buscó un asiento libre donde fuera. Cambió dos veces de vagón. Finalmente se sentó entre dos pijas universitarias que en su opinión estaban muy buenas. Apoyó el maletín sobre sus rodillas y miró la hora en su reloj de muñeca. La idea era avisarla de que llegaría tarde, pero al parecer, ella ya había salido.
Desistió porque era mujer de poca paciencia y en realidad su amiga no era tan amiga. En el fondo hasta le importaba un carajo. Qué diablos, cada vez que la imbécil lucía un nuevo modelo, en donde quiera que estuviese, brillaba su prepotencia. Y todos quedaban deslumbrados ante tamaña demostración de elegancia y belleza. Todos menos ella, ciega de envidia. ¿Por qué su asqueroso sueldo de correctora no le permitía...?
Con el brazo en alto, su dedo índice señaló el blanco reloj de la oficina. “Atiéndame ya, ¿no ve que se le acaba el tiempo?” Apoyó ambas manos sobre el mostrador y dirigió una mirada severa al funcionario.
“No sea usted impaciente, las cosas de palacio van despacio” contestó con voz queda, antes de volver a meter los dedos en el bolsillo de su camisa. Pensó en apagarlo definitivamente para que no le molestase.
Esta vez nadie contestó. Bajó en Magallanes maletín en mano y marchó en dirección a la cafetería. No tardaría más de tres minutos en llegar. Con un poco de saliva, se arregló la pelusa sobre la calva.
“Por favor” (con voz neutra) “Deje de jugar con su aparatito y acabemos esto” Sintió que se le aceleraba la respiración y notó oleadas de calor sobre las mejillas. “Conozco el cuento del funcionario: cumplen sus ocho horas y son incapaces de cerrar cinco minutos más tarde para solucionar un simple papeleo. Mientras el resto del mundo se hincha a hacer horas extras que nadie les pagará.”
“Es usted un maleducado” le espetó sin pestañear el funcionario, con frialdad ensayada y aparente experiencia.
La mujer escuchaba interesada la conversación. A estas horas, cualquier cosa servía para entretenerse. Ya daba por perdida la mañana así que algo era algo. Contagiada por el tono animado de la conversación entre los dos hombres, se encendió un cigarrillo, sintiéndose una improvisada transgresora de la normativa estatal.
“¿Maleducado? ¿Yo? ¿Maleducado yo?” Arrebató velozmente el sobre de las manos del funcionario “Usted es un vago, y aún diría más: ¡vago, más que vago!”
En el momento en que el hombre de rostro no ya tan pálido se giró indignado hacia la puerta giratoria, aprovechó para mirar el reloj y le dio rápidamente la vuelta al cartelito, mostrando un nuevo lado: “fuera de servicio”
Fue un choque frontal, la barbilla de él le golpeó la frente y el cigarro se apagó literalmente sobre el dorso de una de las manos del hombre; lo dejó caer al suelo, la boquilla con restos de pintalabios rojo pasión.
Desesperado clamó al cielo y sacó de su abrigo un bote de after-shave, vaciándolo directamente sobre los ojos de la mujer. La señora cayó de rodillas cual Scarlett O’Hara rendida ante los arrebatadores ademanes masculinos de Rhett Butler, la única diferencia notable es que ella aullaba de dolor y tenía los puños apretados contra sus cuencas oculares. El hombre saltó ágilmente el mostrador al tiempo que del bolsillo trasero del pantalón sacaba su cuchilla de afeitar. La pasó repetidas veces por la cara del segundos antes sorprendido funcionario (ahora visiblemente aterrado) mientras reía preso del frenético y delirante encanto de la venganza. La mujer se revolcaba por el suelo dolorida.
Chupó ansioso los restos del croissant de chocolate que quedaron en sus dedos y mientras se secaba con una servilleta, pidió al camarero otro café. Solo.
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