Y la tierra se abrió en un acertijo de tu piel como un río de lavas fluyendo atolondrado, que no dejaba de latir entre mis manos. Detrás, la noche rondaba este epitafio de emociones, ennegreciendo los momentos de tu ida. Me desperté corriendo tras del tiempo, exhausta, resguardada dentro de tus fauces como un único testigo del amor, fatigada, absorta, tejiendo las mañanas de ese mundo lúgubre, vacío. Como una telaraña de suspiros fui enhebrando tu destino, labrando los sepulcros junto al eco de las almas habitando este hemisferio. Sacié mis manos rozando el borde de las piedras que te hacían prisionero, los dedos agonizando este recuerdo de caricias muertas flotando ante el abismo de la espera. El camino volvía a abrirse en incesantes preguntas sin respuestas, en formas deshechas atestiguando transeúntes bajo una fila de mortales, en la hierva acunando los pasadizos de tu insomnio, ramificada en la memoria de una tierra expuesta al llanto, ilimitada, solitaria. Me detuve intacta, perpendicular a los recuerdos que ahora rellenaban una sombra de infinitos huesos, al silencio anestesiado por los sauces en el encierro de cráteres eternos. Después el desamparo, las uñas rasgando un atropello de gemidos, cubriendo los cadáveres de insectos como una simetría del ocaso excavando aquel espanto, apaleando la tristeza de suelos fríos y lejanos. La costumbre trajo nuevamente tu fragancia como una pena cotidiana, las noches habitando escasos monosílabos de sangres y lamentos, para perderme en esos senderos diminutos con sabor a desencuentro.
Ana Cecilia.
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