Esa mirada de muerto en vida se quedó grabada en mi mente y me inmovilizó como a una piedra. Esa mirada en busca de razones rompió mi corazón. La cámara de televisión describió el horror que hela la sangre aún de los más fuertes. Un hombre que tiene la edad de usted o la mía, estaba ahí en el centro de la imagen, con sus brazos ensangrentados, escurriendo vida, que hubiera deseado fuera la propia, pero no, a la izquierda del centro de su figura, una niña de 6 años (como la suya o la mía) colgaba sin vida, con el muñón de su mano derecha descubierto en busca de culpables. Otra vez el ojo de la cámara, incisiva en busca de dolor, se clavó en aquella paternal mirada que huía de la realidad buscando a los dioses escondidos en la vergüenza, buscó a Mahoma, Alá, Cristo, Buda, Jehová, Júpiter inclusive al diablo Lucifer en vano, solo eran estatuas que a la primer plegaria se desmoronaban de sus pedestales de oro. No quería que le devolvieran la vida de su pequeña, pues lo sabía imposible, quería un por qué y nadie contestó a su puerta. Lloraba de impotencia ese llanto que no cae, esa cascada que escurre por dentro desgarrando la piel anidándose donde nace el dolor, la fuente que calma la sed de sentimientos encontrados. Hace apenas unas horas – recordaba- las sirenas anti aéreas comenzaron a aullar presagiando la masacre del día, como pudo jaló a su esposa, mientras llevaba a su hija en sus brazos, corriendo en busca de un refugio seguro, en todos, les cerraron las puertas por sobrecupo, en una casa derrumbada en el bombardeo de la noche anterior, pudo acomodar a su mujer e hija y corrió a través de la lluvia de muerte en busca de su anciano padre a quién no encontró, se regresó eludiendo la metralla, buscando a los suyos.
A miles de metros sobre su cabeza una súper fortaleza afilaba su guadaña, una bomba racimo de 5 toneladas triunfante buscaría pies abajo saciar su sed de sangre programada. En carrera de vida y muerte, el pobre hombre corría tratando de agotar los 5 kilómetros que lo separaban de los suyos, el “Racimo” por su parte, desprendió sus garras y salió en busca de su presa. Casi al llegar, exhausto, a un kilómetro ya de distancia, vio como el refugio de los suyos explotaba sin misericordia, le habían ganado la carrera, un nooo, se apagó tras la explosión, derrumbándolo entre el polvo, después de minutos inconsciente, descubrió que estaba vivo, con la esperanza prendida en mil plegarias, corrió solo para descubrir a su esposa muerta cubriendo con su cuerpo el de su hija quién aún respiraba a pesar de haber perdido su mano derecha, la tomó en sus brazos y corrió, musitando palabras, oraciones, a los dioses o santos en turno. El inocente rostro de su hija se compungía de dolor y sus ojitos pedían paz a su tormento, el besaba su carita llena de polvo tratando de aliviar en algo sus dolores, alentándola a vivir, a mirar un nuevo día, que no existía en ningún calendario. Corriendo entre vida y muerte, llegó a un hospital atiborrado de gente, entre llantos, lamentos y ayes de dolor, el primer doctor levantó la cara de su niña y movió la cabeza negativamente, señalando que no había nada que hacer en su caso, !no era posible, si no habían pasado unos minutos en que le había sonreído¡; a cada doctor que pasaba en su camino le ofrecía el cuerpo de su hija como mercancía, con la esperanza que moría en cada negativa, entonces volteó y se encontró con una luz incandescente, una cámara que intentaba filmar su dolor, se fijó en el centro de su lente y quiso llegar a la niña del monstruo de las millones de cabezas que desayunaban, comían y cenaban dolor ajeno. Quería mirar el rostro de aquellos que a distancia se repartían ya el botín de guerra que incluía la muerte de su pequeña niña, sí, esos de frac y de sombrero de copa que brindan con champaña el alza de la bolsa ante el derrame de millones de toneladas de bombas y de muerte. Mirar de frente a los valientes que no osaron enfrentar con valentía, el presunto valor de los cobardes, también aquellos que perdieron su tiempo en protestas que solo son estadísticas de hechos en noticias. Quería llegar a esos que escriben poemas, escritos y canciones, eventos que nunca han parado una guerra. Alguien que le dijera al mundo su tristeza, el dolor que no describe una palabra, una imagen, alguien a quién contarle como era la sonrisa de su hija antes de morir en una guerra que no era suya. Contarles como se fue su niña al cielo disfrazada de paloma mojada con su llanto.
Y salió, sin lágrimas, con el alma reseca, sin esperanzas, deseando tan solo que una bala perdida de cualquier bando le pegara en la frente y se llevara sus tristezas.
Cuentan los lamentos que cabalgan en los aires del Eufrates, que en la ribera del Tigris a meses de la guerra, un hombre deambula con mirada perdida, con el mote de loco en su frente, con una muñeca de brazos rotos ensangrentada y una caja de música que invita al paraíso.
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