La sal escaseaba, transándose en el mercado a precio de oro. Un par de gramos de ese codiciado elemento equivalía al valor de una cabra y el hombre, que no tenía animales para comerciar, debía tragar sus sosos alimentos con la mente puesta en ese blanquecino producto que tanto añoraba. Su esposa, una fiera indomable, le hacía la vida imposible y el pobre individuo sólo la soportaba porque ya tenía sus años y era difícil que encontrase a otra mujer para que le acompañase.
-Blanco- decía él
-Negro. Y que no se diga más- replicaba ella.
-Vamos.
-Nos quedamos.
-Tengo sueño.
-Imposible. No tienes sueño, lo que pasa es que eres un flojonazo.
Aquella tarde, caminaban en grupo por el agreste sendero. El hombre preocupado que ninguno se separase y su mujer desacatando todas las órdenes, con una metódica desobediencia.
-No pisen ese pasto.
Nadie lo hacía, sólo la mujer, que comenzaba a danzar sobre el verde césped.
-No se detengan.
El grupo caminaba detrás del hombre, entonando alguna canción popular. La mujer se quitaba sus alpargatas y se tendía a reposar.
-No beban de ese pozo.
Nadie bebía, sólo la mujer que incluso se tomaba su tiempo para refrescarse y arreglar sus desordenados cabellos.
-Sigamos hacia allá.
La mujer seguía su propio camino.
-Subamos.
-Bajemos-decía ella.
-Miren para adelante.
Se produjo un tenso silencio, seguido de un espantoso estruendo. Cuando lo que parecía el redoble de mil gigantescos tambores se acalló por fin, el grupo se volvió para contemplar abismado a la mujer que ya no era mujer sino una blanca estatua. Cuando el hombre constató que la estatua era de sal, un grito de júbilo escapó desde el fondo de su garganta. La mujer, esa condenada fiera, ya no le ocasionaría más problemas y por el contrario, lo había transformado de un momento a otro en un hombre inmensamente rico.
Entonces, coreando el estribillo de aquella canción, Lot supo que la vida le sería mucho más agradable desde ahora en adelante…
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