Hay cosas que te acompañan el resto de la vida, no sé que me ocurrió de pequeño, no me acuerdo o tal vez no quiera acordarme. La verdad es que hablo de algo que nunca he visto, pero tengo la certeza de que está ahí. Es una sensación extraña, un roce o una caricia, no estoy seguro, algo que quiere llamar mi atención pero no conozco sus intenciones. Cuando cae la noche aguanto viendo la televisión hasta tarde intentando prolongar la hora de acostarme, voy dejando todas las luces encendidas, como si ellas fueran mis guardaespaldas o un ángel de la guarda, me digo a mi mismo que soy un adulto, que la niñez quedó atrás.
Cuando abro el dormitorio prácticamente no toco el suelo, me tumbo en la cama y me enredo entre las sábanas como un ovillo, tapo mi cabeza con la almohada y dejo la mente en blanco para caer en un sueño ligero, un sueño que oye todo, lo más leve. A veces, a mitad del sueño, el brazo cae hasta el suelo y entonces vuelvo a notar esa caricia, entonces mi cuerpo tiembla y lloro como un niño, pero en casa no hay nadie más, no puedo pedir agua a mi madre, eso me tranquilizaba. Lo único que puedo hacer es encender esa pequeña linterna que guardo en la mesilla, debajo de las sábanas tengo la sensación de estar en una cueva.
Mañana quiero acabar con esto, armarme de valentía y mirar debajo, enfrentarme a “eso”...
Son las cuatro de la madrugada, he sacado el brazo, toco con las yemas de los dedos el frío suelo y noto la caricia, aunque el cuerpo me tiembla me armo de valor, agarro la linterna y dejo caer mi cuerpo, antes de llegar me detengo, más bien me paralizo pero consigo llegar hasta abajo, dirijo la luz hacia la oscuridad y mis ojos llenos de pavor se quedan atónitos, allí está, una enorme bola de pelusa que rueda debajo de la cama traída y llevada por la corriente, me pongo a reír a carcajadas, como un loco, lloro de risa, ¡seré idiota!, alguien toca mi hombro, pero yo vivo solo...
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