Enrique Matas perdió la vista de la manera más vulgar, en su casa, viendo la televisión. Se había quedado dormido. Al despertar un ratoncito hambriento se le había comido las córneas. Ésta fue la deducción del médico, al juntar todas las piezas del rompecabezas: la constatación de Enrique Matas de que no podía ver, los gritos de su mujer “¡un ratón, un ratón!” al ver al roedor relamiéndose, y el hecho incontestable de que las córneas de Enrique Matas no estaban en su sitio.
-Lamento comunicarle que no volverá a ver. Pero mírelo por el lado bueno- dijo el médico con el tacto habitual de los de su gremio-, las últimas novelas de Cela no han sido pasadas a braille, por lo que no corre usted riesgos innecesarios. El camino de vuelta a casa fue duro y lleno de sobresaltos. Enrique Matas anduvo cabizbajo casi todo el tiempo. Porque estaba triste y porque no tenía dónde mirar.
Pero el buen doctor estaba en lo cierto y pronto descubrió que su nueva situación tenía ciertas ventajas. Si bien se vio obligado a aceptar la venta de cupones pese a que no necesitaba el dinero (todos los videntes que lo rodeaban coincidían en que eso lo ayudaría), la idea del bastón lo gratificó enormemente. Estaba convencido de que le confería una elegancia y un atractivo irresistibles, especialmente desde que su mujer se lo confirmó argumentando todo lo contrario. Pero sobre todo porque al agitarlo en el aire el bastón emitía un zumbido que le producía un placer inconfesable.
Sin embargo el cambio de perspectiva que le trajo la invidencia y que cambiaría su vida hasta el final de sus días fue éste: pronto comprendió que este handicap, tal vez una señal del destino, magnificaría cualquier hazaña que realizara. Pensó en la sordera de Beethoven, en la ceguera de Borges, en la mano amputada de Cervantes, en el dolor estomacal de Napoleón. No obstante le dolió tener que desechar la idea de convertirse en director de cine. No tanto porque viera en su ceguera un obstáculo demasiado grande, sino porque comprendió que momentos cinematográficos que le habían encandilado siempre como “tócala otra vez, Sam” perdían su esplendor sin su contexto visual. La pintura abstracta, pensó, tal vez no se le resistiría.
Para encontrar su nueva vocación se agenció un buen tutor zen quien, por un módico precio, le dijo que, efectivamente, la pintura abstracta estaba bien. La aportación de este tutor fue, sin embargo, mucho mayor. Dicen algunos que sus enseñanzas, al hacerle concentrarse en un punto imaginario, son el origen del carácter concéntrico que todos los críticos han resaltado en su obra.
Además, de manera indirecta, también supuso su fin. El tutor le enseñó a desarrollar algo así como un radar. Concentrando toda la atención en los dos metros que hubiera frente a él, Enrique Matas podía detectar cualquier bulto y pudo así deshacerse del bastón, cuyo zumbido últimamente no podía competir con el de los pinceles. Así, Enrique Matas anduvo con la cabeza alta durante cuatro meses de intensa producción pictórica hasta que una alcantarilla abierta se cruzó en su camino. Allí dentro pasó sus últimos tres días de vida. Allí fuera se oyeron durante tres días gritos de socorro y puto cabrón. O se hubieran oído si alguien hubiera pasado por allí. Así, tristemente, pasó Enrique Matas a la historia. En lugar de ser recordado como el pintor ciego, el maestro del arte concéntrico, hoy los niños en el colegio no olvidan el nombre del pintor cegato que se cayó en una alcantarilla.
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