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Dedicado a los que me otorgaron
los minutos más felices de mi vida.
No cabe en estas torcidas páginas
todo el cariño y el apoyo.
Donde estén las estrellas, estará la Manager del Pueblo.
Gracias, Brizsdance.
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En una frase: odio los teatros. No es porque por culpa de mi estado de salud no pueda bailar como lo hace mi amigo Angelo. Bueno, un poco. Para una escritora sedentaria, floja, ansiosa, apasionada, soñadora, inspirada y bruta en todo el sentido de la palabra como yo, es como comer pan delante de los pobres, sobre todo con esa facilidad de mi amigo de abrir las piernas y hacer la rueda con técnica perfección. Cuando era un punto con patas bailaba igual que trompo porfiado con Parkinson: nadie me podía parar, nada me podía avergonzar. Ahora un escenario sólo me sirve para recibir premios, para recitar los sonetos de la Mistral o el Poema 20 de Neruda, para leer cierto versículo de la Biblia y para observar las colosales piruetas de mi amigo el superestrella.
No fue para mí gran cosa verlo así, aunque el impacto que me produjo amenazaba con mandarme al hospital de un viaje. Sentía las partículas de la amistad jugando a la ronda por las paredes, rozando mis labios con dulzura y hasta con primor. El baile era mi placer culpable. Sólo escribirlo me lanzaba a las pistas, al centro de cualquier salón, al primer rayo de foco en las discos. Angelo era mi consuelo, el amigo que descubrí hace más de un año, el que me hizo delirar de alegría en las vacaciones de verano y ahora el que mueve mis dedos para pulsar las teclas. En resumen, era mi mentor.
Socializar a los quince años era algo prácticamente nuevo en mi querido currículum. Para lo único que servía era en la política y en la sociedad. Entonces, decidida a resolver la antipatía que me producen las cosas nuevas, fui a luchar por mi vida social. Recorrí las entrañas de un teatro con olor a telas y magia. El estómago era el mártir más venerado. No quiero vomitar, ahora no, no quiero. Y reconocí entre tanta alma a una niña de contextura normal, ojos confusamente cafés y una sonrisa simpática. La Vale me condujo hasta los camarines en donde encontré a los Brizsdance socializando y a la tía Rocío dando instrucciones. Qué entusiasmo, suspiré. Simón me pregunta por la Jose. Yo le digo que está bien. Me dedico a ser feliz. La Chari agarra un peine y compone esta maraña de pelos que cubren mis ofuscadas ideas. Me miro a ese peculiar espejo, rodeado de ampolletitas. Un rubor efervescente se asomó por mis mejillas, elevando la temperatura de mi organismo. Les hablé de mis cuentos, mi vida amorosa, las cabras de mi colegio, la psicología adolescente, el apoyo incondicional de mis compañeras. De todo.
Me había invitado al teatro para que viera como ensayaba. Acariciaba las butacas buscando consuelo espiritual. Mi conformidad de ser su manager era superior a la envidia que sentía por su cuerpo elástico, ejercicio que a mí me ha mandado a vivir en la camilla de la enfermería religiosamente en todas las clases de Deporte; en una ocasión cuando mis compañeras podían estirarse sin quejas, imitaba a los payasos de circo, y la diferencia radicaba en que yo hacía el ridículo. Había traído mi cuaderno “de desahogo”, para describir el ambiente y evitar una depresión como el hundimiento del Titanic. Pues bien, el teatro era un templo de máscaras y diálogos que resonaban como ecos expresionistas. El tenue color de las luces, la calidez corporal de los bailarines, las cortinas de un terciopelo dudoso, en donde se esconden las entrañas del mundo artístico, ese sueño acariciado por cada profesor de castellano al dictar charlas sobre el género Dramático. Cerré los ojos para elevar mi ilusión al techo.
Me sentía una mujer enfundada en cuero negro y gafas oscuras, hablando con productoras y auspiciadores. Me sentía una manager de verdad, caminando por los pasillos del teatro, imaginando a la gente preguntándome por ese superestrella, que si pueden pedirle un autógrafo, darle un beso, rogando cooperación para un evento de beneficencia, entre otras frases fanáticas. Entonces ingreso al camarín de mi pupilo, le doy de esos abrazos de hermano, le imprimo un más que amistoso beso en la mejilla, mi mano examina sus cabellos engominados mientras él se prepara para la siguiente actuación. Lo ayudo en el estilo y la motivación. Su verde mirar me asegura un éxito que no se repite en la televisión. Aprieto con fuerza su enorme mano, le traspaso mi entusiasmo y parte de mi alma. Le otorgo mi beso de la buena suerte, como código de tinta china impregnada en mi corazón.
¡Y que comience la función!
El señor piruetas al centro del escenario. Yo mirando como un búho aprisionado. El escenario es un arco iris confuso que formaba parte de un conjunto de sentimientos apabullados entre sí. Angelo se confundía entre los bailarines, el público apagaba el aplauso, el grito se hacía más sordo, el calor me abandonaba… Empecé a tiritar rogando un abrazo, un beso, una palabra, una frase, un compendio de estímulos. Se formaron nubes en mi atrofiada vista, mis manos sudaban echando de menos un objeto para romper. Angelo se estira, Angelo gira, Angelo salta, Angelo quiere más, quiere seguir, quiere sentir. Trato de olfatear su ritmo, su potencia de ángel al cuadrado, su carisma de fotografía. Se detiene de pronto la música. Se vuelve a oír el aplauso. Se percibe el grito como trueno asesino. Las luces aclaran las caras fanáticas, y yo, la manager, perdía conciencia de mí misma. Vagaba errante en medio del júbilo de mi mejor amigo, el pentagrama rítmico se iba a las pailas. Y me dejé abrazar por aquella butaca…

El teatro conservaba su calidez. Estaba sudando copiosamente. La música del ensayo y los pasos ruidosos de los dueños del escenario regresaban a mi oído. Mis ojos cansados de tanto luchar contra el egoísmo ahora se abrían para contemplar a mi amiga Calu que me mimaba con aires de sala de maternidad.
- Pame… Pame… despierta. ¿Pame? Oh, vamos, chiquilla del Señor. Todo ha pasado. Estabas durmiendo como un lironcillo. ¿Pame? Cuéntame qué soñaste.
- Soñé que era una manager. El Angelo estaba en una presentación aquí, yo le hacía barra. Este teatro estaba llenísimo. Puras cabras colegialas pidiendo autógrafos, pidiéndome autorización… Calu, fue hermoso. Pero, ¡cómo quisiera ser…!- mi voz se quebró.
- Eres una excelente escritora. No tienes nada que envidiarle al pajarón de tu amigo. Aparte que tú fuiste la que lo hizo más famoso todavía. Piensa: creo que lo has hecho bastante feliz, tú te entregas en un ciento por ciento. Lo que ocurre es que quisieras saber lo que él siente por ti, cómo te ve, qué tan amiga eres de él, si eres su mejor amiga. No te cuestiones tanto, si al final yo sé que él te aprecia caleta por lo que eres y no por cómo te ves.
- Quisiera- retomé el hilo perdido con los ojos llenos de lágrimas- ser algo más que una escritora. Tengo conocimientos musicales, bailo desde que era un punto con patas… Siempre me ha gustado cantar y bailar, pero mi salud no me lo permite hasta que me entreguen los resultados de mis exámenes. Me dan ganas de correr sin cansarme, de bailar sin parar, de cantar sin perder la respiración, de jugar con las chicas de mi colegio en paz con mis pulmones.
- No pierdas la esperanza de que luego podrás abandonar ese sedentarismo que te puede perjudicar. Pame, yo creo que tú tienes miedo de ser.
Calu había tocado la fibra sensible antes de que se lo dijera. Era tan simple: tengo miedo. Tengo miedo al rechazo, tengo miedo a la soledad, tengo miedo de la realidad y por eso me refugio en mi burbuja, hecha de una imaginación que he venido criando desde la época de la Básica. Estaba perdiendo la mitad de mi vida alimentándome de ilusiones, premios, literatura y penas juveniles, más que del chocolate y el café que es mi régimen diario. Me di cuenta de que Angelo seguía ensayando sus piruetas de maestro joven. Lo miré y me dieron ganas de llorar. Ahí estaba la solución a todos mis problemas de soledad y miedo al rechazo. La Calu me acomodaba el pelo, yo sólo quería respirar.
- ¿Qué crees tú, Pame? El pintamono lo hace súper.
- ¿Qué?
- Bailar, chiquilla, bailar. Le irá bien en el certamen. Mañana tienes que venir con nosotros.
- No sé. Es que ese día tengo hora al médico. Me van a tomar una muestra de sangre y me van a dar los resultados de las radiografías.
- Mira, Pame. No te amargues por el cuento del médico. Todo va a salir bien. Pero necesitamos de tus gritos de guerra, de tu apoyo. Aparte de que eres la manager…
- Bueno, yo en estos casos me traigo al médico y punto.
- ¿Fue talla?
- Nooooo, tranquila, NO ES TALLA, ES LA REALIDAD. Yo voy a apoyar al ser humano que más quiero…

El tecnólogo me inyectaba la aguja con manos de niñera. Le decía a mi conciencia: “voy a ver al Angelo, aunque tenga que arrastrarme, pero lo veré. Gane o pierda”. Pero mi cuerpo estaba pesado, fofo, raro, caído. Mis huesos eran el escenario de un derrumbe emocional. Mugre que se acumula como cachureo amoroso que va a parar a mis ojos desembocando en dos gruesas lágrimas. Recuerdo lo primero que me dijo la Calu cuando nos conocimos en aquel colegio y lo que me repetía en el teatro el día anterior: “No tengas miedo”. Tragué saliva. Cuando el médico me sacó la sangre, una ola de frases corrió por mi cuerpo. Una lágrima. Una pregunta.
- ¿Le sucede algo, Pamela?
- No, no se preocupe. Es que tengo sueño y me salen lágrimas.
- Muy bien, pero relájese, si ya terminé.
Pero mi letanía no. Mi espalda era una lápida huesuda dañada por el flagelo de la rutina; la herida que siempre se abre cuando me siento sola. Tengo miedo. Me miré en un espejo y el rostro no era rostro, sino un pergamino, que narraba una leyenda cruda, ojeras que sellaban ese relato como una firma. Tengo miedo. Me dan náuseas. La muerte de repente trepa por mis cabellos y no puedo reír más. Se me tuerce el alma. Ese remolino confuso. Abrazo mi chaleco bailando un lento. Esas lanas negras se transforman en brazos y piernas, esa fragancia a detergente se hace perfume de hombre y esa textura industrial de pacotilla se hace piel canela, enrojecida por los rubores juveniles.
Miro hacia atrás. Me elevo. El frío me cala los huesos. La única fotografía de Angelo me vigila. Mis manos tiemblan y me elevan al Olimpo. Busco al que fuere un día mi enemigo y ahora el guardián de mi prosa. Un arranque de nostalgia desemboca en mis ojos, transformando aquellos desgarradores pensamientos en lágrimas frías. El doctor se preocupa. Salgo de la habitación sin hacer hincapié en nada. El sol regresa a mi lado para mi felicidad. Presenciar el quizá triunfo de mi amigo Angelo sería, aunque resultara lo contrario, el equivalente a tragar aspirinas a diestra y siniestra…

El teatro estaba lleno. Al menos cuando entré el Bryan, mi compinche de travesuras juveniles me indicó una entrada secreta. Sabía que a la Calu le podía dar una apoplejía si no llegaba a tiempo. Pero el pasadizo de mi acompañante pudo más que la soberbia hereditaria de mi amiga. Un cosquilleo en mi labio trémulo me llenó la cabeza de circunstancias. Era la anticipación o el miedo del que hablaba mi amiga. Se oían estruendos, gritos, órdenes, un rosario de temores; Padres Nuestros (“llegan a volar las Aves Marías”, mascullaba rabioso Bryan con paciencia de niño rebelde, trasluciéndose como un mal ateo) de las bocas de los debutantes; un caldo de olores que no supe identificar. Mi vista trabajaba ardua detectando brillos, lentejuelas, tonalidades, maquillajes. Mis dedos buscaban la textura de los trajes que siempre quise llevar puestos; tanteaban la humedad de un recinto que hervía de ansias, a pesar del frío punzante de Agosto. Mi nariz trabajaba mejor, capaz que ni tenga adenoides. Quizá son los nervios, me consolaba. Autómata saludaba a los artistas, a los profesores, a algunos famosos que pululaban por los roperos. En ocasiones los focos me cegaban la vista: luchaba para despejar el horizonte. En la esquina de un espejo estaba pegada una estampita del Padre Pío. En otro el Padre Hurtado y Santa Teresa, de izquierda a derecha. Me pregunté si mis compañeras de colegio me creerían al contarles esta experiencia, una odisea bañada en hipérbole, una mitomanía de falsedad impresionista. Creí ver a los Brizsdance ensayando sus últimos atributos, pero con todo este tumulto donde rayos iba a dar apoyo…
Así conseguí ingresar a las bambalinas, en donde trabajaba también una tía del Bryan. La señora no sobrepasaba los cuarenta años. Pero su aire cascarrabias me hacía recordar la reacción de las abuelitas cuando se les porfía algo. Traía puesto un desaliñado delantal azul, atacado por el calibre del tiempo y el lavado; unos lentes de los años ’70, de enorme y grueso marco y con una línea al centro; un millón de pulseras que desentonaban considerablemente con su aspecto; pintarrajeada igual que los comediantes que parodian a las viejas copuchentas: la boca de rojo pasión, una paleta de sombras en los ojos, un rubor de muñeca antigua y cejas que bien parecían fideos torcidos. Era una muñeca llevada a rastras por el camino de la vida. Contrastaba, aunque no en forma sanguínea, con la moderna pulcritud de mi acompañante. Físicamente dejaba mucho que desear, pero psicológicamente fue peor.
- Hola, cabrito. Ya era hora de que…
- Tía, vinimos a otra cosa.
- ¿Y para qué vino el regalón?- consultó despectivamente.
- Ella es la manager de uno de los bailarines- Bryan estaba visiblemente asustado.
- ¡Vaya! ¿Y tú?- me miró con una mueca de asco, dejando ver un diente de oro que bien podría ser la vergüenza tanto de los joyeros bucales como de los comerciales de pastas dentales.
- Me llamo Pamela. Mucho gusto- le contesté levantando las cejas en forma prepotente y afinando mi voz con acordes desafiantes.
- ¿No erís otra admiradora?
- No se preocupe, señora. ¿A quién vendría a molestar?
- ¿Y qué se supone que hacís, mocosa?
- Soy escritora.
- Mira tú, en gustos no hay nada escrito.
- Yo no he tenido tiempo de escribir sobre mis gustos. Si me permite…- la ironía premeditada (no sé si será tan así) sonó tan despectiva como la respuesta que me dio con la mirada. Y entre todo el tumulto se alzó una voz peculiar.
- ¡Pame, Pame!
Alguien me llamaba. Creía apostar quién era. Acudió a mí con su traje negro y sus ojos verdes transfigurados como toda una superestrella. A Angelo Superestrella le presenté mi mano en el pecho y el desahogo de lo que venía a hacer.
- Cumplo con lo que prometo. Tu manager ya está aquí.
- Gracias, Pame, en serio.
- Te deseo mucha suerte- un abrazo de oso, el abrazo de hermanitos, mi voz resonando en su oído-. Ya sabes lo mucho que te quiero y lo mucho que te apoyo.
- Gracias, socia.
- ¿Para qué está la manager?
El segundo después fue increíble. Tal como ocurrió en el sueño, me dio ese beso que tanto ansiaba. El beso de la buena suerte. Fue fugaz, pero penetró tan violentamente en el alma que no tuve tiempo de reaccionar; mi cuerpo sí. Mi espalda se hizo pedazos, mis piernas flaquearon y mi corazón era un bombo de orquesta. Mis pulmones eran concreto que repercutió en una pared cercana. Mis amigas tenían algo de razón: cuando sonríe nacen de sus mejillas unas singulares “margaritas”. Pues, aunque de lejos, besé esas flores tan sencillas y tan bien cultivadas. Después llegaron los chiquillos. Les di un abrazo a cada uno y les dije con voz de abogada:
- Les deseo toda la suerte del mundo. Ganen o pierdan, siempre van a tener mi apoyo y el de sus familias. ¡Vamos que se puede…!
- ¡¡¡¡¡¡¡BRIZSDANCE!!!!!!!
Sinceramente deseaba llorar en ese momento… salir de allí, reventar como un globo lleno de aire y de amor. Se me salió un suspiro ahogado, y lo capturó la tía Rocío. Me preguntó qué me pasaba. Yo le dije que nada… son sólo nervios de fanática. Ya no podía regresar a la platea en donde se encontraba la Calu, así que miré todo por los bastidores.
Comienza la música. Me dejo llevar por los acordes preciosos que dominan mis neuronas. Los parlantes escupían estilo, efervescencia, delirio. El escenario era un pedestal que reunía a más de quince estrellas formando constelaciones con los brazos, piernas, cabeza, rostro, cintura, cadera. Huracanes rítmicos, elevaciones, arcos corporales. La voz del pueblo estrellándose contra el alto volumen de las pistas. Mi persona imitaba de pésima e ignorante manera aquellas piruetas que envidiaba con odio de sedentaria declarada. Una, dos, tres, cuatro, diez, once canciones. Angelo se estira, Angelo gira, Angelo salta, Angelo quiere más, quiere seguir, quiere sentir. Yo igual. Mi cuerpo no existía. Mi espíritu era el que observaba, el que filmaba, el que contemplaba. Mi cuerpo se quedó donde el médico. Mi cámara capta el poder de esos movimientos, mientras el aire se me escapa, junto con el alma y mi emoción. Seis cabezas demostrando que la vida se aprovecha y que la juventud es ahora. Vibra el penúltimo pedazo de la canción junto con los bailarines anunciando la pirueta final. Y termina la música.
La barra popular gemía con el show. Y repito: gritos, aplausos, la voz del pueblo vitoreando a los intérpretes que hacían la inclinación de rigor. Angelo, con su sonrisa infinita, miró hacia atrás. Sus dientes felices derrochaban una felicidad indescriptible. Le lancé un beso sonoro, tanto que los que me acompañaban me quedaron mirando. De repente sonó mi querido celular. Era la Calu… preguntándome dónde rayos estaba. Yo le dije que en las bambalinas… descubriendo la felicidad. Cuando anunciaron que el grupo ganador eran los Brizsdance, mi cuerpo y mi literatura se hicieron pedazos, para quedarse en los dientes felices de mis amigos.
La gente vaciaba el antes lleno teatro. Y cuando éste expiraba con el último grupo, la música sonaba otra vez. Con fuerza, eso sí. Mi audición se recuperaba del éxtasis del certamen. La única persona que se encontraba en las butacas era mi amiga, la Calu, quien saltaba infantil. Fue entonces que una mano me apretó con fuerza y me arrastró al escenario junto con todo mi sistema nervioso.
- Muy bien, Pame. ¡Vamos a bailar!
- Oye, por Dios, ¡cálmate! Deja que por lo menos respire un poco.
- Vamos, Pame, baila un poquitito conmigo- me hizo un puchero irresistible.
- Ya, poh, Pame. ¡Reacciona! ¡No tengas miedo!- me gritó la Calu con potencia.
Ya me había soltado un poco. Una, dos, tres, cuatro, diez, once canciones. Aún estábamos en pie. La Calu también se instaló a bailar con un ejemplar humano rubio de ojos azules, espigado y con un ramillete de espirales bien hechos en el cráneo. Pues bien, mientras los Brizsdance se acomodaban en las butacas de un templo de máscaras y diálogos que resonaban como ecos expresionistas, la fanática de la vida movía las caderas sin miedo a la técnica y al rigor. Todos al ritmo de Angelo, mi amigo superestrella, que bailaba con su manager, la sedentaria transfigurada al igual que su mentor. Mi cuerpo regresaba poquito a poco. Mi conciencia despertaba de un letargo solitario. El deseo de seguir también.
Así que no debo tener miedo de tener a un amigo tan bueno como mi amigo Angelo.
Y tampoco de ser tan joven y feliz y aprovechar mi talento como aquel grupo.

Texto agregado el 11-12-2004, y leído por 318 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
26-01-2005 Aquí dejo mi rastro. ZURQUITO
 
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