Cuando el primer rayo de sol de la mañana le golpeó suavemente en el hombro para anunciarle que el día de su trigésimo-tercer cumpleaños empezaba, Arturo se sintió feliz. Ese día habría de quitarse de encima un peso que le agobiaba desde un año antes, cuando Beatriz, una jovencita cuya belleza le pareció irrespetuoso ignorar, le regaló por su trigésimo-segundo cumpleaños La Venganza del Samurai. Había retrasado su lectura todo lo posible pero ahora el plazo establecido se cumplía y sabía que esa noche dormiría por fin con la conciencia tranquila. Cuando te regalan un libro no te regalan únicamente un libro, sino también la obligación de leerlo. Esto lo sabía muy bien Arturo, quien había leído tres veces el Código Civil. La gente no obstante se empeña en regalar libros sin encomendarse a nadie. Sobre todo aquellos que no leen.
Le habían dado el día libre por su aniversario. Sus jefes solían hacerlo, no tanto por amabilidad sino porque así evitaban que el resto de empleados se distrajera de sus tareas con cancioncitas y el inevitable reparto de caramelos. Tenía tiempo de sobra para leerse el libro y preparar la cena que todos los años organizaba para sus amigos y compañeros. Así, con todo de su parte emprendió el camino a la Plaza de la Discordia donde habituaba a leer en una terraza a la sombra de unos chopos cuyas ramas se trenzaban dibujando la estrella de David. Aunque dicha plaza no estaba a decir verdad lejos de su casa, el camino era largo. Tenía que bordear la frontera que separaba el territorio correspondiente a la revista literaria a la que pertenecía del de la revista contraria. La frontera, consistente en tramos alternos de alambre de espino y electrificado, dividía la ciudad en dos mitades: una al este, territorio de los Optimistas, y otra al oeste, perteneciente a los Existencialistas. La del este, la suya, era la mayor, ya que en las últimas tertulias públicas su retórica no había mostrado fisuras de ningún tipo. Sin embargo la frontera no trazaba una línea recta sino que producía una pronunciada concavidad en el lado este que Arturo se veía obligado a bordear.
Fue un paseo agradable aunque hubo de demorarse varias veces para recibir las felicitaciones de los viandantes, tanto por su aniversario como por la reciente publicación de su última novela Arturo Rey. El sol brillaba y los adoquines lucían orgullosos sus reflejos. Los niños jugaban a cazar existencialistas pero guardaban silencio a su paso en muestra de respeto. La primavera estaba en su apogeo y las enfermeras que poblaban las calles habían recortado sus uniformes en consecuencia, por lo que los obreros de la construcción refinaban sus piropos y llenaban el aire de poesía. Las parejas le sonreían y bromeaban, le ofrecían tríos con la esperanza de dar lustre a su descendencia.
Por fin llegó. Se sentó. Pidió tres coca-colas. Bebió las dos primeras de sendos tragos y dejó la tercera para saborearla sin prisas. Depositó en la mesa el libro, el tabaco y su teléfono móvil y tras saludar al dueño de la cafetería y recibir sus felicitaciones se dispuso a leer. El libro en cuestión había sido escrito por un tocayo suyo, un reportero de guerra firmemente convencido de que sus experiencias por el mundo eran de algún interés para el resto de la humanidad. Sus libros se vendían como churros, es decir, por docenas. A Arturo el otro Arturo le pateaba el estómago y él, de haber tenido la oportunidad, hubiera hecho lo mismo.
Era media mañana cuando comenzó la lectura. Las primeras páginas se le hicieron muy cuesta arriba. Estaba tan mal escrita que se le ocurrió tomar notas para una posterior crítica en la revista. “Arturito, con su pluma implacable, no deja títere con cabeza. Sólo en el primer capítulo ya ha matado a tres niños por malaria, a otros dos les ha infectado con el sida. Ha maltratado a veintidós mujeres y ha convertido en alcohólicos a la mitad de la población de Okinawa. Esto sin olvidar que la lepra va haciendo lo suyo y que las ONG’s locales están malversando las donaciones de los occidentales”. La novela iba de mal en peor pero Arturo la disfrutaba en gran medida, ya que veía reflejadas todas sus expectativas. “Otro imitador de Hemmingway que, para ser consecuente debería haber hecho como él y esperar a estar sobrio para narrarnos sus andanzas”.
- ¿Cómo que no hay café? ¿Qué clase de cafetería es ésta? - Apenas se hubo pronunciado esta frase empezaron a sonar los acordes de una guitarra. Se trataba de unos progres que había sentados en la mesa de al lado. Antiguos seguidores de la canción protesta que ahora, a falta de injusticias sociales por las que protestar, no desperdiciaban ninguna oportunidad de denunciar los fallos del sistema. Arturo no pudo sino unirse a ellos en sus cánticos, pues sentía un profundo respeto hacia los logros que grupos como éste habían conseguido en el pasado. Esto atrajo a una nutrida concurrencia que pedía bises una y otra vez, por lo que el concierto se alargó durante más de hora y media.
Era la hora del aperitivo. Arturo pidió olivas de colores para acompañar su cuarta coca-cola y almendras fritas para la quinta. Definitivamente la novela era mala pero para su sorpresa trataba el arte de la esgrima, que le interesaba sumamente, ya que a diferencia de muchos de sus camaradas escogía este bello arte marcial para sus duelos en detrimento del uso del mosquete (muy de moda por aquel entonces), arma que no dominaba y que presentaba el problema añadido de ser muy difícil de encontrar. “Por una vez y durante unas páginas Don Arturo logra interesarme. Lástima que se empeñe en escribir novelas en lugar de guías de viaje o libros de esgrima”. En eso estaba cuando comenzó a oír las primeras notas de una canción que no tardó en reconocer. Nancy Sinatra entonaba These boots are made for walking. Ello sólo podía significar una cosa: Miró a su alrededor hasta que su vista se deleitó con los andares de Lucía, una vieja amiga cuyas curvas hacían enrojecer a las pin-ups de los carteles publicitarios. Lucía era célebre ante todo por su forma de andar y desde que se encontró por primera vez con la canción de Nancy Sinatra, ésta ya no la abandonó nunca.
- ¿Qué hay, Arturo? Sabía que te encontraría aquí.
- Soy un hombre de costumbres...
- Quería felicitarte y darte tu regalo de cumpleaños.- Arturo intentó resistirse, retrasarlo para la noche porque el tiempo pasaba y la ley no hacía excepciones con nadie pero todos sus esfuerzos fueron inútiles. Dos balbuceos ingeniosos más tarde ambos se encontraban en uno de los reservados del interior de la cafetería. Las dos primeras veces fueron rápidas, como las primeras coca-colas. En la tercera se recrearon como sólo lo hacen los pervertidos y los artistas. La cuarta le supuso a Arturo un esfuerzo tremendo que mereció la pena pero en la quinta tuvo que darse por vencido.
- ¿Qué te pasa? Estás irreconocible.
- No he dormido mucho últimamente.- Esto enterneció a Lucía y la excitó aún más, pues es sabido cómo impresionan a la gente aquéllos que duermen poco, como si del consiguiente sufrimiento pudiera sacarse algo bueno para el resto de la humanidad.
Arturo aprovechó el intervalo de estas breves palabras para reponer fuerzas y en la sexta y la séptima no sólo no defraudó las expectativas de Lucía, sino que la narración que ésta hizo de ellas ha pasado a ocupar un lugar privilegiado en nuestras crónicas.
Ya de vuelta a la mesa retomó la lectura dispuesto a no abandonarla más que para tomar notas hasta haber terminado el libro. Todo esto, eso sí, después de beberse otro par de coca-colas que apenas disfrutó. El protagonista de la novela, que hasta ahora había permanecido ajeno a las injusticias que lo rodeaban, vivía ahora una idílica historia de amor con una geisha, a la que intentaba convencer de que era un ser libre y debía prescindir de esa sumisión para la que le habían educado, aunque él bien que se beneficiaba de ella. Tanta felicidad, no obstante, pronto se veía truncada, pues ella moría en manos de la mafia japonesa, debido a una deuda contraída por su padre cuando aún era una niña. El protagonista se revelaba entonces como un avezado samurai que emprendía el camino de la venganza, presto a liberar a su pueblo de aquéllos que le habían quitado de los brazos a su amada y traficaban con medicamentos genéricos. “Propongo a Mel Gibson para el papel del Samurai” De pronto le sobrevino una duda: ¿Cuál era la ortografía normalizada de geisha? Hubo de hacer una nueva pausa, pues años antes le había prometido a su tutor en el taller de escritura creativa que nunca dejaría pasar una duda semejante. A falta de un buen diccionario a mano (sólo tenía un Vox de bolsillo) decidió llamar al teléfono de asistencia 24 horas de la Real Academia de la Lengua. Llamó una, dos, tres veces. Arturo empezaba a impacientarse y por primera vez comenzaba a temer por su vida. Sin perder los nervios, se levantó y dobló dos calles que quedaron maltrechas tras esta operación hasta llegar a una librería. Cerrada. Eran las 15:30. Los libreros también comen, decía una nota en la puerta. Marcó de nuevo en su teléfono. Tampoco obtuvo respuesta. Maldijo enérgicamente a los funcionarios, aunque cuidándose de que nadie le oyera. Eran ex-convictos que pasaban por la etapa del funcionariado antes de reinsertarse plenamente a la sociedad y estaba mal visto hablar mal de ellos. Además era peligroso, así que Arturo no se explayó más de lo necesario y comenzó el camino de vuelta a su mesa.
15:50. Decidió dejar la revisión ortográfica para más tarde. Le quedaban todavía 242 páginas y cuando sólo había leído tres una nueva interrupción vino a importunarle. Era Beatriz. En estas circunstancias no se alegró mucho de verla.
- ¡Arturo, querido! Sabía que te encontraría aquí.
- ¿Qué hay, Bea?
- Oye, lo siento mucho pero este año tampoco podré ir a tu fiesta. Había pensado en darte tu regalo ahora, si te parece bien. Este año no hay libros... - Arturo la miró con odio. Pero entonces un nuevo sentimiento se apoderó de él, más fuerte que el odio. Una sospecha le inundó de terror. Presa del pánico intentó hacer memoria mientras tomaba el libro de encima de la mesa y lo abría por la primera página. Allí estaba la dedicatoria:
Felicidades, Arturito. Esta noche no iré a tu fiesta. Espero compensarte mañana.
Beatriz.
El año anterior Beatriz no había ido a su fiesta. El año anterior se vieron por la tarde y tomaron café y ella le regaló el libro. No tenía tiempo hasta la noche. El año de plazo se cumplía a media tarde. Arturo fue hasta la última página donde un mensaje intermitente indicaba el tiempo restante: 26min. 15 seg. 26min. 13 seg. 26 min. 11 seg. Arturo no se resignó. Retomó la lectura donde la había dejado. Estaba pálido y un grupo de gente se unió a Beatriz para preguntarle qué le pasaba. Su rostro reflejaba el miedo a la muerte de quien ama como nadie la vida. Comenzó a sudar una transpiración púrpura, dando a entender que no podía ser interrumpido. Todos comprendieron y guardaron silencio pendientes de su lectura.
Hasta que el tiempo se cumplió. El libro se iluminó y comenzó a emitir destellos de dibujo manga. Arturo se puso en pie. Un segundo más tarde ya no estaba entre ellos. El libro se desplomó donde habían estado sus pies. Fue triste que Arturo empleara los últimos minutos de su vida leyendo La Venganza del Samurai. Algunos piensan que Arturo está ahora en un lugar mejor, escribiendo, leyendo, amando y bebiendo coca-cola. Los existencialistas, por su parte, opinan justo lo contrario.
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