Para María Fernanda había sido un día rutinario:
6:00, Dejar la cama para preparar el desayuno.
7:00, Despertar a los niños y obligarlos a entrar a la ducha.
7:30, Despertar a Enrique, su marido.
8:30, Salir con los niños hacia el colegio.
En fin, nada nuevo. Eran las 11:40; terminaba de sacudir los sillones del salón recibidor. Vestía como viste cualquier ama de casa para dedicarse a labores de limpieza; una pañoleta roja cubría su rubia cabellera, largo batón beige impedía adivinar su, todavía, curvilíneo cuerpo, de las pantuflas, ni se diga, hacía largo tiempo que debieron ser sustituidas, pero María Fernanda no había encontrado otras tan cómodas para el hogar, así que decidió prolongarles su vida útil.
Fue entonces cuando sonó el timbre de la puerta principal, timbrazo que cambiaría su vida por completo.
Con el recogedor en la diestra y la escoba en la otra mano, María Fernanda se dirigió a la puerta pensando encontrar a uno de tantos vendedores que ofrecen enciclopedias, cepillos, jabones o cualquiera otra cosa que, desde luego, ella no compraría.
Pero grande fue su sorpresa al encontrar a una mujer joven, hermosa, de extraordinario cuerpo, cuyas partes carnosas resaltaban bajo elegante traje deportivo de marca. Grandes anteojos oscuros cubrían la mitad de su rostro, pero lo adivinaba muy bello, de finos rasgos, sencillamente parecía una estrella de cine, nada que ver con algún vendedor.
--¿Puedo pasar? O, si lo prefiere conversamos aquí. Aunque me gustaría que nos sentáramos ¿qué le parece aquel sillón de jardín?
María Fernanda no salía de su asombro, pero las palabras de la recién llegada la dejaron definitivamente perpleja.
-- Perdone, me parece que no tengo el gusto de conocerla; si me pone al tanto de lo que la trae por aquí...
-- Mire, señora, lamento mucho tener que presentarme ante usted, hubiera preferido no hacerlo nunca, pero... pues creo que no hay otra solución a nuestro problema.
--¿Nuestro problema? Por qué no me dice de una vez de qué se trata... Yo no tengo problema alguno, y menos con usted.
-- Por favor señora, no se altere, lo que sea podemos conversar como personas civilizadas.
--¿Por qué no habla de una vez sobre lo que le trae a esta casa? De lo contrario le sugiero que se retire, porque, como puede ver, estoy ocupada... y me empieza a parecer desagradable su presencia.
--¡Ufff! comienzan las rudezas. Bueno, supongo que es sólo el principio. Está bien, ya que lo pide, seré directa. Pues resulta que yo... soy la amante de su marido.
Un frío glacial recorrió el cuerpo de María Fernanda al escuchar esas palabras, la embargó profundo deseo de azotar la puerta ante la descarada que osaba pisar su hogar
Pero la visitante adivinó la intención y dio un paso al frente para evitar tal reacción, pues consideró que podría enredar más el asunto.
-- Lo lamento señora, pero es necesario que hablemos.
--¿Hablar? Yo con usted no tengo nada que hablar ¡desvergonzada!
--¡Por favor, no lo haga más difícil! Yo comprendo...
-- ¡Usted no comprende nada! a qué vino, qué pretende decir, ¿Acaso me va a decir que mi marido ya no me quiere? Que es a usted a quien ama; que mi cuerpo ya no lo atrae y usted es joven y bonita... ¿Eso me quiere decir? ¡Maldita perra! lárguese de mi hogar...
--¡Basta! Si así lo prefiere, me voy, pero sepa que nada de eso quería decir, y que si bien soy la amante de un hombre casado también tengo dignidad, porque una amante no deja de ser humano como usted, y también sufro como usted... pero ¿para qué seguir hablando si esto usted no lo entendería?
--¡Largo de mi hogar, que no quiero escuchar una palabra más!
-- Bien señora, me voy, pero no sin decir lo que me trajo aquí. Debo informarle que... sobre mi cama está el cadáver de su marido, o de mi amante, como prefiera.

ESTA HISTORIA CONTINUARÁ LA PRÓXIMA SEMANA.







Desde Cancún, en la costa mexicana del Caribe.