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Chateando por msn sobre la escasez de chicos en mi vida, comenté -en broma- que me iba a hacer monja. Ese simple mensaje no pasó desapercibido en el chat, y al recordar aquellos momentos en los que realmente considere pasar el resto de mis días encerrada en un convento como una posibilidad, me inspiré en esto.
La religión entró tarde en mi vida.
En la primaria, a diferencia de mis amigas que se preparaban para tomar su primera comunión con vestidos blancos y comentaban excluyéndome de las conversaciones las historias aprendidas sobre la Biblia, el cristianismo para mí era un mundo tan desconocido como el del futbol, apenas sabía rezar el ángel de la guarda dulce compañía y confundía a Dios con Jesús.
Sufría avergonzada cuando las mamás de mis compañeritas indagaban sobre mi educación religiosa y debía contestar que yo no asistía a catequesis, sospechando pensamientos de rechazo que me hacían creer que mientras todas las demás se enorgullecían de ser hijas del padre creador, yo no era más que una criatura del demonio.
Mi mamá jamás había insistido con el tema, prefería que no me meta en esas cosas, y mi papá tampoco era partidario de inculcarle a sus hijos creencias que no alcanzaban a comprender, y a veces, hasta se atrevía a contarme anécdotas de su infancia en un estricto colegio de curas burlándose de estos y de las ridiculeces de la iglesia. Así nunca me animaría a preguntarles si me anotaban en catequesis, pero sobreviví a la tentación que me producían los vestidos y el ser una niña bien, distraída por los libros que me traía mi mamá, mientras las otras chicas de mi edad se aprendían los diez mandamientos.
Fui bautizada casi por casualidad, gracias a mi tía que decidió salvarme del pecado original con el que debíamos lidiar por culpa de esos dos que se comieron la manzana. De la ceremonia no hay ni fotos ni recuerdos y al preguntarles a mis papás tardan en acomodar los sucesos mezclándola con otras, debido a que no fue nada demasiado significativo entre nosotros.
Volví a la iglesia algunos años después arrastrada por mi bisabuela, cuando aún podía caminar y se empeñaba por acomodarme en el camino del señor, del que mis padres me habían desviado. Poco entendía de que se trataba el asunto de misa, pero me despertaba temprano cada domingo durante uno o dos años para acompañarla y permanecer en silencio esperando sus indicaciones de pararme, arrodillarme o poner las manitos así, o el beso que te estampaban las viejitas que tenías más cerca, que podía ocurrir en cualquier momento, cuando te encuentres más desprevenida. A su vez, mamá a escondidas me pedía que no le haga caso a Tata (la bisa) y que no me arrodille o me pare porque ella me lo pide, que en cuanto me cansara me sentara en el banco a descansar, total yo era chiquita y me estaba permitido, aparte Dios nos quiere igual.
Al poco tiempo mi bisabuela comenzó a mirar la misa por televisión, y yo, que apenas terminaba el jardín de infantes y tenía una confusión impresionante en la cabeza en materia de religión, decidí alejarme de esos asuntos complicados tal como decía mamá, y me limité a ir a la iglesia para ver casamientos, bautismos y comuniones ajenas.
Pero fue en el 2001 cuando algo desconocido despertó en mi y decidí anotarme en un grupo de catecismo para chicos perdidos que no habían recibido a Cristo a tiempo y recapacitaban sobre su gran error y el de sus familias. Susy, la catequista, sostenía que Cristo había golpeado nuevamente la puerta de mi corazón, y esta vez, al fin, si lo había escuchado. Aseguraban que las puertas de Dios siempre estarían abiertas para todos, sin embargo yo todavía sentía que era una oveja negra dentro del universo de la iglesia y procuraba entrar al lugar con mi mejor cara de santa, (esa que tan bien me sale poner y me salva de tantas situaciones), además de estudiar cada clase para dar sacramentos, pasos para la confesión o pecados capitales como una lección oral, que Dios calificaría con diez y jugaría un papel importante en nuestra reconciliación.
Una tarde de sábado en el salón arriba de la Parroquia la catequista nos habló del cielo y del infierno, y desde aquel día viví con miedo de ser castigada en la eternidad. Durante ese tiempo me dediqué a coleccionar dudas y temores, como que pasaba si tenía un accidente y moría sin tiempo de haberme confesado, habiendo dicho malas palabras por las cuales me correspondía ser castigada, y también temía por la vida de mi hermana que no era hija de Dios todavía, porque no estaba bautizada.
Para salvarse de los fuegos del infierno había que cumplir estrictamente los diez mandamientos, de los cuales había uno en particular que no me dejaba conciliar el sueño: No cometer actos impuros.
Sabía que había que guardar la virginidad hasta el matrimonio, y que todo acto y placer sexual era considerado pecado. Si la catequista incluyó en la lista transar, imagínense la cantidad de prohibiciones de goce que existen.
Para aquel entonces yo ya había descubierto las sensaciones placenteras que me proporcionaban esa parte de mi cuerpo, y disfrutaba en la soledad de mis noches explorándome hasta que algo adentro mío no podía contener la excitación que lograba acumular y explotaba en mis inocentes orgasmos. Cuando mi cuerpo volvía a la normalidad la culpa me invadía y me reprochaba arrepentida lo que acababa de hacer sin poder evitarlo. Por pervertida me iría al infierno, estaba pecando, violando uno de los diez mandamientos que tan efusivamente había estudiado para sorprender a mis compañeros de catecismo.
Y por otro lado, además de ser una pecadora imperdonable, era una asquerosa. Estaba en la edad de que los pendejos que no se podían coger a nadie se jactaban de ser pajeros y contaban detalles orgullosos, compitiendo entre ellos por saber quien era el que mas veces podía eyacular por día, pero entre las mujeres el tema se trataba de otra manera. Respondíamos a coro “ay, que ascoooo” ante las explicaciones de los chicos, y después nos hacíamos las boludas cuando se trataba de nuestras propias experimentaciones y asegurábamos que ni en pedo.
Así cargue con la suciedad de mi conciencia por ser pecadora y degenerada hasta entender que todas mis amigas de ese momento eran tan pajeras como yo o peores, y que no era la única que arrastraba la culpa de ese secreto, que ni siquiera me atreví a confesarle al cura.
Tomé la comunión al año siguiente con pollera de jean y zapatillas. Fueron mis amigas a verme y mis papas y mi hermana, quienes se habían demorado en entrar a la iglesia y me habían dejado completamente sola en el banco reservado para los Benetti, mientras yo los maldecía con todas mis fuerzas y los comparaba con los otros padres que fotografiaban emocionados a sus hijos. Y por favor, que no los vean los demás entrar a la iglesia con el mismo respeto que emplean al entrar a la panadería, sin hacerse la señal de cruz.
Cuando los encuentros terminaron y me despedí de la catequista y mis compañeros, había hecho dos pactos, de los cuales me quedaría con el que se adaptase más a las circunstancias futuras: o llegar virgen al matrimonio o ser monja.
Opte por la segunda debido al rechazo masculino: había concluido que el tema de las tetas no se debía más a la espera, eran chicas por una cuestión genética y los varones buscaban a las mujeres con bustos prominentes. Así que al verme fea intente justificar el hecho de que nunca conseguiría pareja con mi casamiento con el Señor.
Los caminos se torcieron cuando se presentó ante mí el primer amor, quién me hizo reconsiderar la idea de la virginidad y terminé por regalársela mandando al carajo a la religión y sus prohibiciones. Luego el sexo ocupó un importante lugar en mi vida y ya se había terminado definitivamente la idea de abstenerme de las relaciones carnales por el resto de tiempo.
Al terminar la historia de amor me sentí traicionada y resentida. Lloraba desconsolada y temía nunca más volver a encontrar un novio y entonces amenacé nuevamente con ser la hermana Candela, pero al averiguar que jamás se me permitiría tomar los hábitos habiendo perdido la virginidad, seguí cogiendo.
Por supuesto, cada vez que volví a llorar por un hombre me volqué por la religión, hasta le escribí un email al cura pinamarense diciéndole que había encontrado mi vocación. Ya no rezaba, ya casi no creía, pero me seguía imaginando con el disfraz de monja como una especie de consuelo fingido. Antes de no casarme con nadie, me casaba con Dios.
Hoy me río de esta historia y escribo de la religión desde un punto de vista muy diferente al de aquellos días. Me desprendí de los prejuicios que se colaron en mi cabeza, no volví a planear la posibilidad de tomar los hábitos y no me atormentan los pecados sin sentido. Como dice mi mamá (quien siempre estuvo en desacuerdo con cada una de las decisiones que mencioné en este texto): “Lo importante es ser buena persona y no causarle daño al otro. Y si Dios existe, que sea más comprensivo y se modernice, por una puteadita no nos va a privar del cielo.”

Texto agregado el 11-12-2004, y leído por 251 visitantes. (10 votos)


Lectores Opinan
02-05-2008 ¡Seguro te toca el cielo!... Me pareció un texto fresco y muy bien escrito. Seguí escribiendo, amiga mía. Para que ese cielo al que vas a ir esté bien iluminado vayan mis ***** vaerjuma
21-12-2005 jajaja esto esta buenisimo, me lo devore. fantana
20-12-2004 Me encanta cande, frases muy directas, secretitos descubiertos..Todo, increible Melirra
16-12-2004 !genial, delicioso! me encanta, ese el estilo con el el que yo a veces escribo: real, concreto, simple, directo. !Bravo¡ !Bravo¡ Ricardotr
13-12-2004 jajajajajajajajajajaaa mooooooola. Y no te dijeron que te volvias ciego y tonto de tanto tocar la zambonba/frotar el felpudo??? O que el niño jesus lloraba cuando te la meneabas??? (tenian que estar jose y Maria desesperaditos) elcorinto
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