La primera víctima fue en realidad la segunda. Su cuerpo fue el primero en ser hallado, boca abajo y con un cuchillo en la espalda. Más que el asesinato en sí mismo, hubo dos cosas que provocaron el horror y el estremecimiento de la población austríaca: aquel hombre maduro y corpulento había muerto con una terrible expresión de terror infantil en su cara que quedó impresa en la nieve con asombrosa exactitud; nadie se atrevió a borrarla cuando se levantó el cadáver ni en los días siguientes y de ello tuvieron que encargarse las nieves que cayeron varios días después. Por otro lado, el cuerpo fue hallado delante mismo del Café Sprerl, a última hora de la mañana, cuando el olor de los strudels atrae a los parroquianos y es hora punta en el local. Sin embargo, el forense encargado de la autopsia afirmó que el cadáver llevaba allí al menos cuatro horas, dados los avanzados signos de congelación. Nadie supo explicar cómo pudo haber pasado tan inadvertido hasta entonces un cadáver en una de las calles más concurridas de Viena.
La primera víctima, la segunda en ser encontrada, apareció justo una semana después. Un pánico mudo sacudió a los vieneses cuando se supo que el segundo cadáver había sido encontrado por la misma persona que el primero. El mismo niño vestido con ropas afeminadas jugaba a orillas del Danubio cuando oyó un golpe seco en el dique. Al asomarse descubrió el cuerpo de una mujer que flotaba en el río. Estaba envuelta en un manto multicolor y sus cabellos, rojos y rizados, se esparcían sobre la superficie del agua. Sólo la decrepitud de su rostro alteraba lo que era una réplica exacta de un cuadro de Klimt, detalle que no se escapó a los inspectores encargados del caso. Sí se les escapó, por el contrario, otra curiosa similitud concerniente al niño: cuando uno de los policías preguntó a la madre por qué le vestía así ella respondió que no entendía qué quería decir y la cuestión quedó zanjada allí mismo. No obstante, sí les llamó la atención que en varias ocasiones y como por error se refiriera a él como “mi hija”. Si los inspectores de la policía vienesa hubieran leído un poco más hubieran relacionado este hecho con otro prohombre vienés, el poeta Rainer María Rilke, a quien su madre, decepcionada por haber sido madre de un niño, vistió con ropas de niña hasta una avanzada edad. Hay que admitir, de todas formas, que este detalle aclaraba muy poco las cosas.
Hay en Viena un parque de atracciones, llamado Prater, donde Carol Reed rodó una de las escenas más célebres de Orson Welles en El tercer hombre. Hay allí una noria centenaria que es una de las más importantes de Europa y un emblema de la ciudad. Por unos pocos chelines se puede disfrutar de una agradable tarde y desconectar de los problemas, justo lo que necesitaban nuestro pequeño Rilke y su madre después de una semana de molestias e interrogatorios. Así lo hicieron, cuando se cumplían siete días exactos desde la aparición del segundo cadáver, y allí fue donde apareció la tercera víctima. Rainer esperaba junto a la cola de la noria mientras su madre sacaba las entradas cuando a sus pies cayó, como en la película de Reed, el tercer hombre. Como en la película, y como se comprobó después, la víctima había muerto por disparo de bala, algo para lo que tampoco se encontró explicación. La policía seguía a madre e hijo allá donde fueran de manera que en cuanto el cuerpo sin vida golpeó el pavimento se apresuraron a precintar la noria. Si bien los empleados de la noria afirmaron que el aforo de la noria estaba completo al ponerse ésta en funcionamiento, una de las cabinas apareció vacía y todo lo que allí encontraron fueron los compases de un vals de Strauss, que mezclados con la música de feria recordaban sin ninguna gracia a una opera bufa de Kurt Wëill.
Durante la semana siguiente hubo rumores y especulaciones de todas formas y colores. Se intentaba prever el próximo crimen del fantasma, como todo el mundo le llamaba ya. Las obras completas de Freud se agotaron en todas las librerías. Se revisaban las películas de Fritz Lang y la inmensa lista de todas las figuras de renombre que había dado la ciudad imperial estaba en boca de todos. Las autoridades hicieron lo posible para que no cundiera el pánico entre la población y para que la noticia no trascendiera sus fronteras con el fin de evitar el daño que, según preveían, todo aquello podía hacer al turismo.
Al cabo de una semana, lejos de lo que cabía imaginar, los habitantes de Viena abarrotaban las calles expectantes, ansiosos por encontrarse con ese niño vestido con ropas de niña. Pero ese día aquella desafortunada familia apenas pisó la calle. La madre llevó a su hijo con ella al sanatorio de Kierling, donde trabajaba de enfermera. Aquel día no hubo ningún asesinato, pero uno de sus pacientes murió de tuberculosis, en la misma habitación donde años antes lo hiciera Franz Kafka. El joven Rainer, llevado por algún instinto, contradijo a su madre y tras buscarla durante largo tiempo entró en la habitación en el mismo momento en que aquel hombre expiraba. Bajo su almohada se encontró un manuscrito en el que, además de una confesión de sus crímenes, rezaba dos verdades: una afirmaba que no habría más asesinatos; la otra, que no habíamos comprendido nada en absoluto.
|