“Tus huellas dejaste sin saber donde ibas, tus pisadas quedaron en tus caminos llanos de una niñez empobrecida…….”, con tinta roja escribí estas líneas en un papel, lo introduje en una botella y lo lancé al mar, como una suerte de homenaje a mi abuelo o quizás también para sentirme cerca de él.
La brisa del mar acariciaba mi rostro no quería terminar ese momento, era como un instante de desconexión con la humanidad que quería perpetuar en la eternidad.
Sentada en la arena comencé a recordar primero con imágenes que se me venían a ala mente y luego con recuerdos más concretos lo que fue la vida de mi abuelo y esa estela de misterio y magia que dejó en mi vida. Siempre pensé que había sido poco el tiempo que compartimos, pero hoy a doce años de su partida creo que la calidad de esos momentos marco mi vida y mi carácter.
Mi abuelo, Don Andrés, era un hombre reservado, culto y de gran interés por la parasicología y la ufología, cualidades que desconocía de su persona y que descubrí después de su desaparición, gustaba de los misterios del desierto y era muy bueno en narrar historias que hasta hoy ocupan mi mente.
Recuerdo que la historia que más me gustaba escuchar cuando pequeña era cuando comenzaba a contarme sobre sus antepasados y los llenaba de excentricidad y magnetismo, tanto así que estos relatos figuran como una película en mi mente. Estas historias me acompañaron toda mi infancia y recién ahora las siento arraigadas a mí, ahora que les he quitado ese toque de fantasía y las he investigado hasta situarlas como hechos históricos de un árbol genealógico.
Don Andrés era hijo de Don Nicolás un inmigrante Slavo que llega al puerto de Iquique en la década del 30’, y de doña Maite una mujer de gran carácter que hacia contrapeso al ya conocido carácter yugoslavo. Aquel extranjero que alguna vez atravesó el atlántico para llegar a este país austral traería consigo el legado histórico que hiciera posible todos los relatos de mi abuelo.
Mi abuelo nació en la ex oficina salitrera San Enrique, un pueblo que quedaba al interior de Iquique y que actualmente solo se reduce a vestigios de un próspero pasado. Cuando tenía siete años se traslado con su familia a Iquique, ya se vislumbraba la decadencia del salitre.
A pesar que fueron pocos los años que vivió en esa salitrera, siempre se mantuvo ligado a ella, cada año visitaba su antiguo hogar, la fecha era siempre la misma 30 de octubre; lo siguió haciendo aún cuando el último habitante de la oficina se fuera en 1958. Cada año era igual se preparaba para esta fecha, buscaba su bolso, su cantimplora y partía rumbo hacia su destino apenas comenzará el amanecer. Se embarcaba en un taxi que lo dejaba en Pozo Almote y luego emprendía un largo caminata hasta la ex oficina salitrera.
Al llegar a su destino tomaba fotografías, recordaba el pasado, visitaba los lugares que le eran común su colegio, la iglesia, la pulpería y terminaba el recorrido en su casa, que a pesar que solo tenía sus cuatros paredes en pie seguía siendo su hogar. Al terminar el día retornaba a la ciudad, y así lo hizo durante toda su vida.
Pero de la última visita a su oficina natal nunca más volvió, fue como todos los años se levantó al alba abordo un taxi, llegó a Pozo Almonte, camino hacia San Enrique en el trayecto una camioneta de color rojo lo interceptó y le ofreció llevarlo hasta el despoblado pueblo, esa vez fue la última que se le vio en este mundo.
La camioneta era conducida por el ingeniero Urrejola quien se dirigía por un camino que atraviesa San Enrique hasta la planta de Yodo, lugar donde trabajaba. Según su relato mi abuelo se habría bajado del vehículo y se habría puesto de acuerdo que el ingeniero al regresar de su turno lo recogería a las seis de la tarde, para llevarlo de vuelta a Pozo Almonte.
A la hora convenida el señor Urrejola pasó por el pueblo pero no encontró rastro alguno de mi abuelo, y supuso que se había regresado antes de lo acordado.
Al llegar la noche mi abuela comenzó a preocuparse ya que siempre regresaba al atardecer de este anual viaje. Las horas pasaban y la desesperación se agravaba en mi casa, yo recuerdo tenía once años y veía a todos llorar, paseándose de un lugar a otro y especulando posibles causales de su atraso. Allí estaba mi madre y mi tío Andro, los dos hijos de mi abuelo perdido, organizando los pasos a seguir para salir a la búsqueda de su padre.
La revuelta que se armó fue grande en pocas horas vi desfilar por mi casa a periodistas del diario local, enviados radiales y hasta videntes que a cambio de dinero ofrecían respuesta al paradero de Don Andrés.
Al día siguiente vi gestos de apoyo que nunca imaginé, llegaron grupos de andinismo comandados por un señor llamado Pedro, incluso se hizo presente un grupo del regimiento de telecomunicaciones (mi abuelo había siso reservista de esa institución) Todos coordinados en la búsqueda. Creo que se le buscó a fondo, se revisó todo el sector. Los días pasaron y con ellos se alejaba cada vez más la posibilidad de encontrarlo con vida.
Se especulo que podría haber sufrido un infarto o algo relacionado con la diabetes que padecía, creo que de haber sido así se habría encontrado su cuerpo. Otra hipótesis sugería que él en forma premeditada se había marchado para emprender una nueva vida, pero deseche esa posibilidad, las circunstancias hacen ver esto como fuera de contexto.
Don Andrés era de profesión contador, de pocos amigos, pero muchos conocidos y de una vida personal tranquila y quitada de bulla, cuando desapareció solo llevaba consigo lo puesto: Pantalón café, camisa blanca, zapatos cafés y un pequeño bolso en el cual solo alcanzaba su almuerzo y la cámara fotográfica.
Otro planteamiento fue que había siso secuestrado por ovnis y llevado a un planeta lejano, pero la verdad hay solo una respuesta a la que me he aferrado todos estos años; “una puerta dimensional” sí, esa a sido mi única respuesta para su partida, creo que en el desierto mi abuelo se puede haber encontrado con una de estas puertas quedando atrapado sin saberlo en ese día que despareció. He abrazado tan fuerte esta idea que no asumo cualquiera otra salida, para mi fue un ser tan especial que se eleva hasta un grado en que para el no debe existir la muerte.
Siempre he creído que la única llave para sacarlo de ese lugar es sentir una fuerte necesidad de su presencia, quizá en algún caso extremo o en alguna catástrofe, creo que en ese minuto el saldrá de allí sin saber que el tiempo a pasado, imaginó que llega hasta la casa, toca el timbré y yo corro a su encuentro, y que por fin esta historia tendría un final.
Los días pasaban y la búsqueda llegaba a su fin, ahora solo iban los fines de semana a buscar rastros de él, pero lo costoso de estos viajes hizo que se hicieran en forma más esporádica hasta que en poco tiempo se dejaron de hacer.
En esa época nunca fui al lugar en donde mi abuelo había desaparecido, tenía que permanecer en casa esperando respuesta de él, parada en la puerta de mi casa corría cuando veía llegar al grupo de gente que regresaba de su búsqueda, pero con solo ver sus caras sabía que no lo traían.
Mi abuela, Elda, optó por mantener las cosas de su marido en forma intacta, supongo que en su interior siempre aguarda su regreso. Mi madre junto a su hermano ordenaron el escritorio que él había ocupado cada noche para adelantar trabajo de su oficina, entre los cajones encontraron libros de inventarios y cosas que son propias a su profesión, pero nos llamaba la atención un último cajón que se mantenía con llave, la cual tras varios días de búsqueda nunca encontramos. Mi madre opto por llamar a un cerrajero el cual en pocos minutos la pudo abrir, lo despachó y empezamos a indagar en ese cajón que nos tenía intrigadas. Encontramos muchos papeles sin importancia pero entre ellos descubrimos sus secretos: Un curso de parasicología por correspondencia, un curso de yoga y documentos que lo vinculaban a un grupo de profesionales que gustaban de la ufología y de los misterios del universo. Desde ese minuto me surgió la necesidad de saber quien era en realidad Don Andrés, de sonde provenía y porque de mantener oculto estos sus pasatiempos.
De ahí en adelante todo era nuevo acerca de él, parecía que recién lo estuviéramos conociendo y cada vez más me fui encantando con este personaje, que ahora necesitaba conocer para seguir llamando abuelo.
Tomé un trozo de papel y comencé a recordar las palabras que había lanzado al mar, terminé el poema, en el final me fue inevitable recordarle a mi abuelo que:
“El reloj marca el tiempo mi piel se marchita
Mis ojos pierden su brillo perdidos en tu recuerdo
Aún espero, aún mantengo todo intacto
Para que cuando regreses veas que nada a cambiado
Y podamos recuperar el tiempo que se detuvo
En el beso del Adiós.”
Ring, ring a sonado el timbre corro como de costumbre a ver si mis poemas logran ser la llave que mi abuelo necesita.
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