Para Reinaldo Gómez De la Sierra aquél no iba a ser un día normal, lo presentía. La llamada matutina del doctor Carrión ya le había dado que pensar, aunque no había especificado de qué iba el asunto, y al llegar al hospital la presencia del coche patrulla acrecentó sus sospechas. Mientras se ponía la bata y desinfectaba sus manos, como acostumbraba, escuchó el final de la conversación entre su superior y un oficial de policía en la habitación contigua:
-Muy bien, doctor, déme su informe lo antes posible. Como le he dicho este caso es de máxima importancia y requiere la mayor rapidez.
-No espere ningún milagro. Si quiere buenos resultados tendrá que tener paciencia, en este trabajo no se puede uno andar con prisas.
-De acuerdo, pero insisto; ya le he dicho de quien se trata, así que hágase cargo y comprenda. Le llamaré a media tarde.
Reinaldo oyó la puerta cerrarse tras el oficial y los pasos del doctor dirigiéndose hacia la estancia donde él se encontraba.
-Por fin ha llegado, De la Sierra.
-Buenos días, doctor Carrión. He venido lo más...
-No importa. Acompáñeme.
Bajaron las escaleras que llevaban a la cámara, el doctor delante y su ayudante detrás, inquieto y nervioso, como si estuviese a punto de realizar el examen más decisivo de su carrera.
-Supongo, por lo que escuchado, que tenemos un crimen entre manos, doctor.
Carrión le miró intensamente con aquellos ojos oscuros que le hacían parecer tan distante, como una barrera invisible que le separaba de quien fuera que estuviese cerca de él.
-No sentencie antes de tiempo, debería saberlo.- el doctor Carrión solía tener la habilidad de hacer que todos sus interlocutores se sintiesen menospreciados.- Eso es lo que tenemos que averiguar.
Se detuvieron en la entrada. El doctor enjuagó sus manos y se colocó lentamente los guantes de goma. De la Sierra hizo lo mismo. En el centro de la sala, sobre una mesa camilla y tapado por completo con una sábana blanca yacía el cuerpo sin vida de una mujer. Carrión se aproximó hacia él.
-La víctima fue hallada inerte a las 7.30 horas en su dormitorio, en la cama para ser exactos. Vestía un camisón y unos calcetines, ambas prendas de color blanco. No presentaba indicios de violencia, estaba tumbada plácidamente, como dormida, pero no despertó. Cierre la puerta, De la Sierra. ¿Muerte natural? Improbable, pero no descartada. A los 23 años no es habitual fallecer de forma natural. Los padres afirman que no padeció enfermedad alguna en los últimos diez años.- Carrión miró a su ayudante, dando por concluida su exposición de los antecedentes.- ¿Preparado? Comenzaremos nuestro reconocimiento centrándonos en posibles señales de asfixia.
Levantó la sábana y la colocó a un lado, dejando al descubierto el cuerpo desnudo de la mujer. Un escalofrío recorrió la espalda de Reinaldo, tragó saliva, ¡no podía ser! Conocía perfectamente aquel rostro hermoso que había aparecido ante él.
Durante sus primeros meses en la ciudad, Reinaldo Gómez De la Sierra, recién licenciado en medicina forense, paseó su soledad por las calles cercanas a la pensión en la que se había instalado. Rondando la frontera de los treinta, con un trabajo fijo y un sueldo para nada despreciable, su vida transcurría entre el hospital y la pensión, lejos de todas las personas con que había compartido su juventud.
Hasta que un día, viajando en el metro de regreso a casa, por casualidad o, como él prefirió creer, porque el destino no podía depararle una soledad eterna, fijó sus ojos en la muchacha sentada un par de asientos delante. Los rizos de su cabello moreno caían con gracia sobre su cara redonda y sus hombros. Se enamoró enseguida, y lo hizo con tanta fuerza que, temeroso de no tener la suerte de volver a verla dejó pasar su estación y la siguió hasta que ella se apeó. Sigilosamente, a una distancia prudencial, escudándose en las sombras, sintiendo vergüenza de sí mismo, fue tras ella hasta su portal.
Los días sucesivos repitió una y otra vez aquel comportamiento, sin que la joven notase su presencia. Por fin se atrevió a darse a conocer, pero ella le rechazó.
Durante algún tiempo Reinaldo dirigió sus esfuerzos a su trabajo en el hospital. Pero no tardó demasiado en volver a intentar conseguir el amor de aquella chica; tal fue la impresión que le había causado. Nunca antes había puesto tanto empeño en conquistar a alguien, sin lograrlo. La persiguió, la observó a escondidas, se declaró una y mil veces, todo sin resultado. La mujer que había provocado tanta pasión parecía carecer de ella; no mostraba ningún sentimiento, ni tan siquiera lástima por el pretendiente.
El amor insatisfecho se tornó en enfermiza obsesión y De la Sierra atosigó constantemente a su amada, que no amante, aunque las repetidas negativas fueron haciendo mella en su espíritu. Y un día, cansado y arrepentido, decidió olvidarla y dedicarse de nuevo a su oficio como ayudante del forense.
No lo había logrado completamente, pues la hermosa figura de la muchacha se le aparecía en sueños noche tras noche. Pero no con tanta claridad como aquella mañana sobre la mesa camilla del laboratorio. Ahora observaba el cuerpo desnudo que había deseado acariciar, solo que estaba muerto.
-¿Qué es lo que ve a simple vista?
Reinaldo regresó de sus ensoñaciones al escuchar la pregunta. Carrión no sabía nada acerca de su relación, si es que podía llamarse así, con la fallecida, y consideró mejor que continuase de esa manera. Examinó minuciosamente a la víctima antes de contestar, porque conocía de sobra lo que su jefe quería decir con a simple vista.
-No se aprecian muestras externas que nos permitan concluir cuál fue la causa de la muerte. No hay marcas en el cuello ni en las muñecas. Tampoco existen señales de pinchazos, lo que nos lleva a pensar que no se trata de una consumidora de drogas intravenosas, aunque podría haberlas tomado de otro modo. Parece que no hay restos de sustancias extrañas bajo las uñas, pero habrá que asegurarse de ello.
-¿Algo más?
-Presenta un tatuaje de una rosa en el hombro izquierdo y una pequeña cicatriz también en la rodilla izquierda, es antigua, quizá de la niñez.
-Bien. Partiendo de la base de que no hay señales de violencia, ¿por dónde cree usted que debemos empezar?
-Por el estómago.
-Así es. Analizaremos los últimos alimentos que consumió en busca de posibles sustancias venenosas.
Lentamente el doctor Carrión deslizó el bisturí haciendo una incisión en el abdomen. Extrajo el estómago y lo depositó sobre la bandeja metálica que De la Sierra sostenía.
-Entendí al oficial que era una persona importante, ¿cómo se llamaba?- preguntó Reinaldo, que sentía en sus adentros la necesidad de averiguar al menos la identidad de la muchacha que en vida se había adueñado de su amor.
-Era la hija del director del Banco Central, quien ha afirmado haber recibido amenazas en los últimos meses.- respondió Carrión, sin tan siquiera levantar la mirada.- De ahí las prisas de la policía, pero me temo que vamos a tardar en poder darles una noticia definitiva.
Las horas transcurrían poco a poco y los dos cirujanos iban desechando una opción tras otra. Pasó la hora del almuerzo sin que apareciera clave alguna para descifrar el misterio. El examen de las vísceras no aclaró nada. Después de un reconocimiento exhaustivo de los dedos y las uñas no encontraron sustancias extrañas. No había ningún elemento en las fosas nasales ni en la garganta susceptible de haber impedido el paso del aire. No parecía existir causa de la muerte. Aquél era el caso más extraño al que el doctor Carrión se había enfrentado en toda su carrera. Sonó el teléfono al fondo de la cámara. Carrión resopló mientras se limpiaba el sudor de la frente antes de contestar:
-No le va a gustar lo que tengo que decirle.
De la Sierra observó de nuevo el rostro hermoso y sin vida. Sentía una profunda desazón en su alma; era consciente de que nunca habría obtenido su amor, pero ahora, viéndola muerta, notaba desmoronarse la última llama de esperanza que siempre arde en el interior de un amante. De pronto, llevado por una intuición repentina cogió el bisturí y empezó a cortar el tejido muscular en el pecho. Percibía como un sonido lejano las respuestas de Carrión a las preguntas que el policía formulaba al otro lado del hilo telefónico, pero no prestaba atención. Apenas lograba controlar su pulso, hasta que al separar el músculo descubrió al fin lo que tanto habían buscado. No sólo era la inequívoca causa de la muerte, sino también la razón por la que aquella chica no mostró ningún sentimiento hacia él, ni amor, ni odio, ni compasión. No los había mostrado porque no había podido, carecía de ellos.
-¡Doctor!
-Disculpe un momento, teniente, creo que tenemos algo- el forense dejó el aparato sobre la mesa-. ¿Qué ocurre, De la Sierra?
-Acérquese y mire esto.
El cirujano contempló atónito lo que su ayudante le enseñaba. El tallo de la rosa tatuada en su hombro nacía desde el corazón, de él había absorbido su energía transformándola en savia; algunas espinas habían desgarrado la parte interna de aquel precioso cuerpo. La flor había consumido la vida de aquella mujer.
-¿Qué diablos es esto?
-No alcanzo a comprenderlo, pero... La víctima falleció porque su corazón se secó.
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