El sol brilla, sobre el cemento gris, los semáforos lanzando sus colores a los ojos que esperan impaciente, quieren que los minutos pasen rápido para seguir empujando, para seguir el camino veloz, sin necesidad de ser así, y las bocinas agudas, se confunde tras los tacones, tras el bullicio de las micros, tras las voces agitadas, bajo la música de algún extraño lugar, tras las campanas de una vieja iglesia, tras el ruido de las maquinas que arreglan las avenidas... y ahí camino yo medio oscura entre tantos colores, medio deforme entre tantas formas, medio callada entre tantos ruidos, medio triste entre tantas alegrías... mis pies quedan en las calles que no dan tregua, cuantos pies habrán dejado su huella aquí donde yo piso hoy... cuantas historias habrán escuchado estas paredes sucias... cuantas lagrimas habrá recibido esta tierra...
Y miro a la gente, tan distinta, tan igual, tan apartada de donde están pero porque tan apretadas, tantas manos juntas, tantos pies que chocan, tantos ojos que no se miran, tantas cosas bellas del día a día que no observamos en nuestro paso rápido por las anchas alamedas... historias repetitivas que se escuchan en los vagones de un metro repleto de distintas maneras de ver un mismo color, una misma cosa, cuantos cuentos se pueden contar si nuestras orejas se detuvieran al llanto de las demás bocas que nos seducen en cada paladar... y cada muerte cada cigarrillo que se apaga, cada amor que se extingue, cada sensación de vacío. Recurrimos a esa misma gente para abrazar y humedecerles el hombro, a veces tan altos que ni siquiera intentamos llegar a ellos. Y cada mañana que el sol nos despierta con su rabia incandescente. Pensamos en cada cosa de igual manera y volvemos a las calles con el mismo rostro apagado.
Esperamos en un puente alto, abrir nuestros brazos y dejarnos llevar por el viento, dejarnos llevar por la adrenalina que entra y sale por nuestro corazón. Volamos, despertamos... y todo va y viene de nuevo... y volvemos a decir... tengo miedo
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