Recuerdo la primera vez que la vi como si fuera ayer. De hecho, podría haber sido ayer. Fue un día cualquiera, bajo un cielo cualquiera, en una ciudad cualquiera, con una temperatura cualquiera y en una hora cualquiera. Fue en una biblioteca. La conocí. La conocí, y a partir de entonces mis sueños, palabras y deseos nunca volvieron a ser los mismos.
Empecé a juguetear con ella. Me ilusionaba con su nombre, moldeaba diosas y heroínas de papel con su perfil. Su nombre movía las ruedas de mis días, alzaba el puño de mis ideales, esbozada las sílabas de una belleza que nunca había imaginado que podría deletrear.
Ella me susurraba al oído palabras bellas. Mientras dormía, me acariciaba los ojos con sus mechones sueltos. Pintaba mis cuadros y escribía mis poemas. Saltaba mis saltos y gritaba mis gritos.
De no haber sido por ella, seguiría encadenado al sumiso yugo de la conformidad. Andamos mano a mano por rutas sin mapa conocido. Ella espoleó mis ansias de cielo.
Me enseñó a pronunciar su nombre en voz alta. Y yo lo dije, lo grité, lo compuse, lo pinté, lo escribí, lo expliqué, lo dibujé.
Antiguos maestros me habían advertido que su nombre despertaba celos. Celos y ansias de conquista, de venganza, de represión. Yo seguía creyendo en la pureza de sus letras. Y, como no podía ser de otra forma, desoí los sabios consejos de mis mentores.
Y un día decidí luchar por ella. Luchar. Una lucha por ella estaba pintada de azules pastel en mis sueños de adolescente. Pero cuando llegó la hora, sólo pude encontrar carmín en mis manos. Mis manos de amante fiel. El carmín, por supuesto, era mío.
Se llamaba libertad.
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