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Mairobis soñada.


1. Mairobis.

Yo nunca hubiera escrito estas palabras. Ni siquiera hubiera escrito, porque no sé. Ni siquiera escribiría, de saber hacerlo, de esta manera, sencillamente porque yo no pienso ni siento así. No tengo otro remedio que aparecer condenada a la alienación de un estilo que no me permite contar mi propia historia. Y, sin embargo, me gusta escuchar como vas leyendo en esos papeles las historias que te he ido contando. ¿Qué por qué...? No sé, pero me haces sentir bien.
Si tú hubieras estado allí una cualquiera de las tardes en las que visitaba al viejo, al guerrillero Alzategui, habrías tenido la oportunidad de verme y de oler mi perfume. Podrías haberte corrido de placer contemplándonos, tú también, a los dos en la trastienda. Me apretaba fuerte contra su miembro y sujetándome por la cintura me recorría arriba y abajo. Siempre vestidos y siempre manchando aquellos pantalones de color indefinido que jamás conseguí encontrar con la bragueta subida más allá de la aparición tranquilizadora de su vientre inflado, como si guardara en él toda la contaminación que nunca llegué a presenciar, pero que palpaba a través de mis vestidos y con los ojos cerrados.
El guerrillero Alzategui pudo no haber sido sino un episodio más de mi vida, pero no fue sólo eso. Mochi me entregó a él con la suerte de un matador en sus últimos momentos. Dicen que los matadores ven su muerte la noche antes de la cogida definitiva, en sueños, sudando las sábanas como si estuvieran envueltos en una fiebre que les impregna con el lubricante preciso para deslizarse hacia los pasos finales. Yo no sé mucho de estas cosas y ni siquiera he llegado a ver una plaza de toros con la sangre caliente del toro invitando a la satisfacción de ocultos y ancestrales impulsos de muerte y de destrucción entre los iniciados.
Mochi (el señor Leandri para todas las personas, familias, e incluso pueblos enteros que dependían de él) era mi protector. Él fue quien cuando iba a cumplir mis quince años me recogió de las llagas en las plantas de los pies y en las manos, del cuerpo sucio y de tan múltiples y diversas maneras ultrajado. Así me envolvió en una burbuja que protegía del mundo. Pero no pensó. Él, que lo analizaba y medía todo, que trazaba minuciosas cartografías de los territorios a invadir, que calculaba escrupulosamente el recorrido seguro y contundente de sus éxitos. El Sr. Leandri me eligió como su séptimo sello. Y lo hizo con la magia de los sueños que nos sueñan, recorrido por el torrente de la memoria que nos retoma al final de las batallas, cuando no nos queda más remedio que desistir de la sangre porque ésta nos emponzoña y nos ahoga cuando lloramos, o bien tira de nuestra piel hasta la locura cuando, secos, se apostilla en nuestra superficie.
Oh, sí, todo gran matador elige, y elige certeramente, el instrumento de su muerte. Por eso no pensó, abandonó su poder y su control en la excusa de mis curvas, de mis senos y de mis labios. Su vida ha sido una gran obra, creándose desde la esclavitud en Jamaica hasta ser el hombre que controla todas las respiraciones de la comarca del Chapeado y sus cien mil hectáreas de cultivo de caña gracias a sus relaciones privilegiadas con la jerarquía militar y su cargo en el partido.
Al acabar su creación ha vuelto hacia lo único que ha llegado a reconocer en estos años de dominio y sometimiento de todo síntoma, por leve y superfluo que fuera, de alteridad. Ha retornado a sí mismo, a la difusa figura de aquella niña que perdió y en la que proyectó su primer deseo consciente. No le era posible aceptar más derrota que la que le muestra la ineludible que ya fue. Modeló mi vida con los rasgos de las ternuras jamás entregadas, porque fueron sepultadas con el cuerpo de aquel primer amor que le negó en el centro de su mismidad. Yo, Estela, era ella, Mairobis, una fantasmagórica presencia de su identidad absoluta, en el retorno a la memoria trastornada de su primer auto reconocimiento a través de otro. Y no volvió a haber otros.
Como he dicho me llamo Estela, aunque no siempre me han llamado así. La noche en la que me puso al corriente de los sucesos que estaban escritos en las líneas de sus manos, trastornó la realidad de nuestros nombres: el señor Leandri pasó a ser simplemente Mochi para mí y me cedió el mando, aunque no su poder; yo pasé a ejecutar su vida como él me pedía, era su extensión en el espacio, una prolongación llamada Mairobis. Aquella noche, mientras me violaba, empezó por confesarme que mi pasividad le había hecho reconocerme como la primera mujer que tocaba después de aquella otra Mairobis de su punto de partida. La misma que le llamaba Mochi escondida tras el visillo de la ventana cuando él acertaba a pasar por debajo. Todos los demás cuerpos no habían existido. Simplemente estaban como meros instrumentos al servicio de su capricho. Mi derrota, ofrecida sin resquicio alguno a la ambigüedad, le despertaba de una agotadora vigilia de setenta años. Fue de esta manera como, a sus ochenta y tres años de edad, empezó a descansar y a recobrarse a través de mí.
Claro que todo ello no era sino el evidente estandarte de su rendición. Sé que no dejé de ser un instrumento, pero no desde luego uno más. Yo era el instrumento, la que resolvía, el útil más valioso y definitivo, el hermoso artefacto que serviría de vehículo inapelable a la muerte que estaba siendo soñada en sus sueños. Al abandonar en mí el único estilo de vida que se había permitido y había consentido a los demás vivir, el resultado fue la derrota. Una derrota que fue digiriendo poco a poco, amansándola mientras la rumiaba plácidamente, sin estridencias, con una serenidad que ahora me parece tan extraordinariamente insoportable como el recuerdo mismo de todas las personas arrastradas durante su amarga huida de la debilidad que, impotente ante el sufrimiento y la pérdida definitiva de aquella niña, la primera Mairobis que le llamara Mochi, desterró para siempre. Aunque su siempre limitaba con mi cuerpo y en él se desvanecía, como la dura mantequilla que al salir de la refrigeradora y posarse en la candela se transforma en pocos momentos en un líquido amarillo, sin consistencia ni ya posible resistencia, con una existencia entregada a la desaparición.
No llegué a saber exactamente qué les unía ni qué y cómo les separó, quizás por ello dejé de interpretarle, si es que alguna vez lo hice, aunque creo que no, y pasé a obedecerle. Estaba acabando con su vida con la misma crueldad, silenciosa e intratable, con la que había expedido todos sus paquetes y rebozado sus cocinados.
A veces he pensado que protegiéndome a mí protegía al niño que estaba preparando para ser sacrificado en una especie de ritual iniciático. Como si la única culpa en la que se sintiera impregnado y por la que estuviera dispuesto a pagar fuera la deuda contraída a sus trece años. Jamás volvió a ponerme la mano encima si no fue para ayudarme a subir al coche, invitarme a pasar a alguna estancia u otras galanterías propias de auténticos caballeros.
Cuando pasaron dos años desde mi llegada a la casa grande, recién cumplidos mis diecisiete, me llevó por primera vez a la librería del viejo. No acostumbraba a salir de la mansión y por lo tanto yo tampoco. En aquel tiempo que llevaba en El Chapeado no conocía mucho más que la casa grande, el paraje de la estanca, donde me bañaba desnuda por las noches en los únicos momentos de intimidad y soledad que me permitía, y algunos campos de caña que visitaba en aquel incómodo carro tirado por dos yeguas cobrizas. Entramos en aquel lugar pestilente y de no ser porque se dirigió con paso firme y seguro hacia el fondo del cuarto, pasando a la estancia contigua, me hubiera dado media vuelta nada más entrar. Su desaparición me inmovilizó, supongo que algo parecido es lo que puede pasarles a las víctimas con sus verdugos: su ausencia les condena más a ellos que su misma presencia, porque ésta la sientes clara y diáfana, te permite saber dónde estás y qué es lo que puedes esperar, pero toda esta seguridad se desvanece con la incertidumbre de su vacío, y la posibilidad de lo absolutamente otro te paraliza las venas, y te preguntas si es tu oportunidad. Entonces te aturdes y ese sudor frío otra vez...
No recuerdo el tiempo que tardó. Estuve en ese espacio reducido de suelo que se situaba justo lo que uno recorre para poder cerrar la puerta tras de sí. De pie, sobre una superficie sólida, pero no tanto, como si aquella suciedad indefinida ocultara el secreto de todos los malolientes sabores que se me iban atenazando en la garganta. Aproveché al verles regresar del mundo escondido para abrir la puerta en claro gesto de entendimiento ante la inminente salida del local. Aquella pesada y dura atmósfera de Cárdenas (que era el pueblo principal de la zona y el lugar escogido por aquel viejo Alzategui para enterrarse en su librería) me pareció por primera vez un soplo de aire revitalizador, recobrándome de un inminente mareo que no acabó de acontecer. Fueron muchos otros los días en los que volví a sentir el frescor al abrir de nuevo la salida.
Mochi estaba oculto. Bastaba con saber que estaba, aunque fuera imposible olerle o escucharle, y por supuesto mucho menos verle o tocarle. Iba hasta la librería del viejo guerrillero conduciendo yo misma, lo que sólo ocurría en estas visitas programadas. No era preciso llamar y esperar hasta que la puerta se hiciera transitable porque a mi llegada siempre estaba ya medio vuelta, como si se insinuara en el mismo objeto la invitación a una complicidad por otro lado imposible. De manera automática, con el resorte para la supervivencia que yo parecía encontrar siempre dentro de mí en aquellas ocasiones en que más lo necesitaba, y ésta era una de ellas, contenía la respiración hasta cruzar el cuarto sepultado en meados que daba entrada al patio interior. Allí, desparramado en una vieja hamaca, me esperaba leyendo alguno de sus libros, como de costumbre. No puedo recordar bien si llegamos a hablarnos alguna vez. Desde luego nuestras sonrisas no se cruzaron ni nuestras miradas llegaron a confundirse, aunque a veces creo encontrar palabras. Puede que sea labor de mi cabeza que se esfuerza por humanizar aquellas presencias. Sentada, encima de su vientre obsceno, me escondía mirando al cielo con los ojos cerrados y esperaba a que acabase. Era como tantas otras veces en mi vida, como había sido y como seguiría siendo por espacio de un año. Como ya nunca más será.
(¿Qué vería aquel hermoso cuerpo de mulata ceñido en la seda negra perfumada con rosas en nuestro librero? ¿Más bien le olería y reconocería en sus sudores y evacuaciones las de aquel viejo padre borracho que la poseyera en tantas y tantas ocasiones siendo niña? ¿Por qué repetimos en un eterno retorno de culpabilidades los sufrimientos de nuestra infancia? ¿Acaso nuestras narraciones tienen que garantizarnos las respuestas? ¿Y si sólo nos contáramos con inquietudes, tan sólo con preguntas de origen incierto cuyas respuestas nos estuviesen prohibidas?)
Me gustaría escribir estos relatos en un diario, pero no sé escribir. La tarde era una más. La monotonía diluye el flujo del tiempo y termina diluyéndote también a ti. Al salir de la librería respiré el aire que antes no tenía y al entrar en el coche ocurrió algo excepcional. ¿Sabes...? El tiempo se recobraba, no el climático, el de las nubes, los vientos y las lluvias, sino el del transcurrir, el de mi vida. Lloré, sin pausa alguna para mi llanto, hasta que ya en la casa grande me recogí sobre la cama de la habitación, envolviéndome en un nudo de mí misma, como si volviera a nacer. Y en mi silencio me visitó el dormir, y en éste el soñar, y aún un buen rato más tarde habría de llegar el despertar provocado por los muchos ruidos de las muchas personas que se agitaban por la planta baja de la casa. Y las noticias me visitaron, hablando de un incendio y de la muerte de Alzategui, de todos los libros bramando entre las llamas, de que no habían sido encontrados sino los restos completamente calcinados, de que el servicio regional de bomberos de Matanzas había llegado demasiado tarde y con demasiado ron, de la locura de aquel viejo guerrillero que jamás había estado en guerrilla alguna.
Nadie volvió a ver el cuerpo del viejo librero, y es que nadie espera ver a un muerto. Me imagino al Sr. Alzategui sonriendo en alguna de las playas vírgenes en la zona más meridional de Baracoa o en quién sabe qué lugares. Supongo que Mochi le entregaría una buena cantidad de dinero y que aún acertó a rescatar alguno de sus ejemplares favoritos.
Aquella fue la forma elegida por Mochi (aunque no sé bien por qué le sigo llamando así) para religarse a su absoluto llamado Mairobis. De la conmoción que supuso su desaparición justo la misma noche del incendio no puedo contar demasiado. No me dio tiempo a escuchar, sencillamente porque ya no estaba allí. ¿Acaso su desaparición habrá afectado tanto a alguien como la muerte del librero a aquel español borracho, apodado el profesor, que frecuentaba puntualmente los lunes por la tarde la librería, y que tras el incidente no volvió a salir de su cuarto, donde le encontraron muerto al cabo de un mes?
Volví a ser Estela. Desde entonces he visitado muchos lugares, incluso he viajado hasta aquí, hasta España. Todavía tengo mucho que descubrir y muchas personas de las que aprender y a las que abrazar, mirar y explorar, pero, ante todo, tengo muchas historias que contar. Algunas son tan reales como mi propia vida y otras pertenecen a mis sueños y nacen sólo de mi imaginación
Permíteme que acabe aquí mi historia por hoy…, y que ahora te cuente la de aquel profesor español y el viejo librero tal y como yo he venido a inventármela. Ya sabes que quiero que me la escribas en tu ordenador y me la imprimas. No me importa que cambies mis palabras, sé que no puede ser de otra manera. Lo que yo deseo es sentir el tacto de los folios cubiertos parcialmente por las manchas de tinta que tantas personas pueden llegar a reconocer como palabras que salen de mí. ¿Otra vez me preguntas que por qué o para qué? No sé, no sé si será porque al cabo de los años aún sigo necesitando poder respirar dentro de aquella librería y si mis palabras aparecen en los papeles, como en los libros, es como si yo dominara aquel espacio de volúmenes y volúmenes editados aparentemente para ser recluidos en aquel triste cuarto, como se recluyó mi vida.

2. La librería del guerrillero Alzategui.

¿Qué grado de traición a uno mismo es el mínimo necesario para soportar la vida, es decir, para soportarse a uno mismo?
ROLAND FERRER: Diario de Roland

Los lunes las visitas a la librería del guerrillero Alzategui en Cárdenas se habían convertido en un gesto más de sus rutinas. El hábito cansino y descuidado que le transportaba hasta allí le protegía del arte y de cualquiera de sus exigencias. Ser un espectador de aquellos libros oscurecidos por el polvo, por los otros muchos libros que les cubrían la suciedad, como los escombros hacen con quién sabe qué cosas, o por los muchos meados de aquellos dos miserables perros esqueléticos, siempre enfermos, siempre pestilentes y siempre... En fin, las ventajas de asomarse a aquel mundo le llegaron a parecer sencillamente encantadoras: le fascinaba la perspectiva de poder silenciar el mundo, su mundo, por supuesto. Era, pues, un encanto ensordecedor.
Roland seguramente lo sabía: esas visitas eran el bálsamo propicio a su desajuste con la vida. Con su vida, por supuesto, como si ésta amenazara con presentársele de frente y reclamarle los derechos de autor de unos discursos jamás pronunciados, de unas valentías apenas entrevistas, de unos vaciados nunca satisfechos. Porque allí todo había sido ya escrito, ¿qué quedaba por narrar? Y sin embargo, la comodidad de aquel silencio de lo no leído le evitaba el insultante recorrido de la extranjería. Él pertenecía a ese reino de palabras ya escritas, ya leídas, ya escuchadas, ya retomadas por las memorias, y sobre todo ya olvidadas. Así que no era para despreciar aquel discreto tesoro que todo lo escondía y que tan sólo acertaba a insinuarle una grieta, justo la grieta por la que quería escurrirse: un ámbito de pertenencia, un rasguño de identidad. No creemos reconocerle otra experiencia redentora, no al menos con esta silenciosa comodidad. Al fin y al cabo, todo reconocimiento es una redención. Y si encima este reconocimiento no prescribe deuda alguna, ni compromiso ni celopatía de corazón o pensamiento, pues mejor que mejor.
(La necesidad de la ilusión parece aquí querer arrastrar consigo incluso al narrador. No hay rescate sin precio, y es ahí donde reside su valor: lo más costoso es aquello en cuya empresa nos empeñamos del todo. En su latido oculto esta holgura no es sino la trampa del desasimiento tejida en la tela de araña de la blandura de las cosas al tacto. No hay resistencia, pero a cambio la viscosidad se apodera de la materia. Así es como todo lo sólido se desvanece en el aire y es huida la consistencia. Roland naufragó, hace años ya, en su apestoso cuarto y encontró meses después, tras noctámbulos devaneos con topos de carnes de alquiler, una replica gelatinosa de su huida de sí. Cierto que la apariencia de consistencia le apelmaza en esa abúlica adherencia a los discursos escatológicos de los animales que visita en aquella librería, o sea, a sus defecaciones. No hay resistencia, luego tampoco forma, eidos, imagen, figura, orden: identidad. ¿Cuánto tiempo tardará en reconocerlo? ¿Puede vivirse hasta el final en la inconsciencia? ¿Funciona así la magia, de manera que uno se desintegra en el entorno y se diluye en él gracias a la estrategia del camuflaje? ¿Será finalmente la vida un juego de mímesis y cabría entonces medir el valor de las narraciones que los personajes van representando por el porcentaje más o menos elevado de probabilidades de que nuestro telón de fondo, nuestra particular estrategia de camuflaje, nos traicione? ¿Y si fuésemos nosotros los astutos, quienes nos exiliáramos del escenario dado? ¿Hemos llegado a conocer algún personaje que tome las riendas de la representación y sea él quien traicione a su circunstancia, dejándola expuesta a la intemperie de lo inanimado? Roland, desde luego, parece carecer de esa voluntad de poder.)
Otro de los poco probables desconocimientos de aquel filósofo licenciado en la eterna búsqueda del sentimiento insatisfecho, residía en la melodía de un aspecto: el del guerrillero Alzategui. El espejo que le devolvía a Roland la hechura desgastada de un cuerpo entregado al brillo del ron era demasiado tentador como para llegar a asirlo, así que lo buscaba con la indiferencia de la necesidad. Llamaba a la puerta con el contundente abandono de quien reconoce en el acostumbrado retraso la promesa de una fidelidad. En efecto, una vez más, tras diez o quince minutos de percusión, al viejo librero le dolía el arrastrado del andar y acertaba justo a asirse los roídos pantalones de andanzas por la Sierra. La cremallera a media asta, insinuando un vientre amorfo, aparentemente blanquecino pero contradictoriamente sepultado bajo el negro vello que homogeneizaba todo aquel carnoso muestrario de decadencia venida a menos.
Entonces el hedor, ese amargor en la saliva que seducía la posible escasa resistencia de las neuronas de Roland al ron Havana recién descansando en el cuarto. Entregado al espectáculo, inhalaba el cóctel de la orina de aquellos escuchimizados chuchos saturado por los escapes del librero. Y éste, como si en verdad se supiera comprometido con la figura que de él se esperaba, aparecía en el escenario con su eterna barba de una semana y ese rascarse con violencia el pelo grasiento que no acertaba a taponar el alopécico desagüe de aquella frente retraída. En resumidas cuentas, la realidad le ofrecía en claroscuros la fantasía de su imagen envuelta en un enterrado romanticismo de hojas y más hojas de papel encuadernadas por rusos, mexicanos, españoles, argentinos,...
Aquella tarde, como en otras tantas, a Roland le llegó su movimiento de sobre las seis p.m.. Abrió ligeramente la ventana que superaba el nivel del viejo sofá de escay en el que había vomitado sus últimos dos días. Una ligera brisa amenazó con aliviar su atmósfera hogareña, ésa tan contaminada de trazos ocultos que habían venido a respirarse en ella como se respiraría, si así fuera posible, en un agujero negro: nada de lo que atraía al interior del habitáculo salía de él, excepto una baja radiación de energía en forma de microondas que le conducía todos los lunes hasta el interior del sagrado templo del olvido, justo al centro del caos termodinámico de Vladimir Alzategui.
Claro que la acostumbrada amenaza no era sino la señal convenida, el despertador preparado para retomar las escaleras, dejando reposar el Havana en la alfombra que su tía le mandara desde Valencia en las fechas de la celebración de su boda. En realidad aquella extensión de tela venía incluida en aquellos mil dólares y en aquella carta nunca abierta ¿O quizás sí? En todo caso no leída, y si lo fue, no recordada, lo que casi viene a ser lo mismo.
El azar y sus caprichos, las circunstancias que hacía ya dos meses y tres días habían desaparecido con la insípida majestuosidad de los prestidigitadores en sus números de cartas de mesa, cayeron de golpe por esa ventana entornada, con la conversación de las vecinas de cuadra hablándole de lo sucedido en el incendio:
(Liliana se despide de Ida mientras ésta baja de sus brazos a su hijo Nelson de cuatro años)
- ¿Ya oíste lo del viejo librero de la 42? Parece que todo se quemó en menos que baromo pinta baromo, no quedó ni un libro y de Alzategui sólo sus huesos. Dicen que le van a hacer la identificación con la dentadura postiza que ésa si que ha resistido.
- Pues andan diciendo también que fue el propio viejo guerrillero quien le dio candela al cuarto y que la bonita del Señor Leandri...”
– ¡Me extraña que siendo araña te caigas de la pared! ¿Crees que ese Alzategui andaba como para hacer este disparate...? Más clarito lo veo yo por lo de Mairobis. Esa sí que es candela en campo chapeado y no creo que al Señor le haya agradado demasiado saber que en las visitas a la librería, al final, cuando él ya no podía levantarse de la cama por esa enfermedad de los huesos, con quien se encontraba era con el gallego, ya sabes, con nuestro vecino el profesor y no con el viejo.
– El Señor Leandri tiene otros usos cuando se pone bravo...
– Sí, pero no cuando se trata de su bonita. Aunque ya sabes que él no mueve mano. Nunca verás que le suda el pecho.
–Anda Liliana, vete ya a callar a Yordanka, no vaya a ser que te oiga quien no tiene ahora que hacerlo
–¡Hasta mañana niña!

Roland no pudo evitar que el mundo que con tan tenaz desasimiento había circunscrito a su cuarto y a la librería, se mostrara de repente, con la sorpresa de la normalidad, derrumbando con unas pausadas y erróneas longitudes de onda toda una fortaleza, la prisión de un sentimiento que si rozaba los sonidos del bosque se desvanecería para siempre, tal y como hacía ya años se habían desvanecido sus besos, los tactos, la sonrisa..., el vientre.
Veo a Roland. Su mirada se detiene. Ha entendido con toda claridad la conversación de sus vecinas jugando con la muerte abrasada del viejo guerrillero librero y sabio borracho. Es esa misma mirada la que se aposenta en la boca de la botella y se filtra. Se aproxima a los dos metros de recorrido de su extranjería, los absorbe, engancha la bebida y se engulle con ella (Cuando uno se zampa, devorándola, su propia historia: ¿queda acaso la posibilidad de seguir narrando un relato?).
A Estela,
agradeciéndole su dulzura y todos sus relatos.
ROLAND FERRER
3. Apéndice para carta y conversación.
I
Donosti: 24 de mayo de 2002
Querido sobrino:
Nunca hemos sido de grandes rodeos y no creo que sea éste el momento para empezar con monsergas. Aquí tienes 1.200 dólares con los que espero
que puedas resolver los problemas que te impiden regresar con tu familia.
Tu padre está destrozado y no entiende cómo has podido olvidarte de todos nosotros, de tus amigos y de tu trabajo en la Facultad, pero, ante todo, no puede llegar a concebir que sea su hijo quien le esté haciendo esto a Ana. Le ha escrito una carta expresándole su incomodidad con la situación y poco menos que excusando tu conducta con la falsa idea de que has contraído unas fiebres caribeñas que te han sumido en un estado de delirio y de perdida del control de tus actos. Creo que hasta él se va creyendo tu supuesta locura y si no fuera por las graves amenazas que al parecer le hiciste por teléfono, cogería un vuelo hacia Cárdenas e iría bien dispuesto a rescatarte del infierno en el que ha decidido que te encuentras y de ese siniestro librero amigo tuyo.
Por mi parte no vas a encontrar reproche alguno, pero tampoco esperes que
justifique tu capricho de niño mimado. Si decides no regresar, puedes hacer con el dinero lo que más te apetezca, como si quieres comprarte una alfombra persa para la chabola en la que acabarás escondiéndote. Porque seguro que allí tampoco encontrarás la valentía para luchar por lo tuyo y los tuyos. Jamás supiste diseñar un buen plano de tu deseo y no creo que el circunstancial hecho de encontrarte en un país tan lejano te haya ayudado. No son los lugares quienes cambian a las personas, no al menos a las personas de verdad. En todo caso son los hombres íntegros quienes modifican la tierra en la que habitan. Sí, como tu padre. Porque me reconocerás que hasta las lomas de Gure Ametxa tienen la impronta de su figura.
En fin, que no voy a soltarte discurso alguno. Cuida de lo que puedas cuidar, si es que sabes qué es eso.
Nerea Gorostiaga
II
-¿Ana?
-¿Quién es?
-Quisiera hablar con Ana.
-Ahora mismo no puede ponerse ¿Quién es usted?
-Soy el padre de Roland, el Sr. Gorostiaga. ¿Seguro que no puede ponerse?
-Ah, Sr. Gorostiaga. Encantada de saludarle. Mire yo soy Yolanda, la hermana pequeña de Ana. Ella está ahora durmiendo. Ha pasado una noche mala, sin dormir apenas. Ya sabe usted. Pero si desea dejarle algún recado yo le diré que ha llamado y quizás, más adelante, cuando se encuentre mejor se ponga en contacto con usted. Este no es el momento. Supongo que lo entiende, ¿no?.
-Sí, sí, claro, me hago cargo. No era mi intención molestarle. ¿Cómo me dijo que se llamaba?
-Yolanda.
-Mire Yolanda, yo tampoco me encuentro muy bien que digamos. No es que quiera comparar mi situación con la de Ana, no. En realidad yo quería decirle que ella no se merece lo que mi hijo ha hecho. Abandonarla así, de estas maneras. Y lo que menos entiendo es que lo haga por una mulata que acaba de conocer. ¿Cómo se llama...? Estela, creo...
-No necesita darme ningún tipo de explicaciones Señor ...
-La verdad es que no sé por qué digo todo esto. En realidad no creo que nadie conozca a mi hijo mejor que yo. Jamás ha sido un hombre de carácter. Nunca en su maldita vida se ha comprometido con nada ni con nadie. Conmigo el primero. En los momentos difíciles siempre ha estado lejos, corriendo como un perro asustado sin saber dónde esconderse. Cuando murió su madre desapareció casi durante tres años. ¿Dónde estaba? Jamás he llegado a saberlo. De repente apareció en casa y por todo saludo me espetó que había decidido quedarse sólo con los apellidos de su madre. ¡Maldito bastardo! Aún le veo con esa sonrisa en la que parecía sostener lo poco que le quedaba de dignidad. El muy hijo de..., se dio media vuelta y mientras bajaba las escaleras del porche parecía querer saber a gritos cuántos años tenía yo, su padre. Por supuesto no le contesté... Y todavía le oí despedirse mientras se montaba en su Renault-19: “¡Adiós, hombre de todas las edades! ¡Adiós!.” Cuando mis negocios estuvieron a punto de mandarme a la bancarrota: ¿qué hizo él? Una vez más, nada. Se ocultó en sus oposiciones, su Cátedra y sus libros. Si al menos eso le hubiera llevado a alguna parte. Pero no, no estaba cómodo en ningún lugar, como si le molestáramos todos y todo. Todo le era insuficiente. Y ya sabe usted, supongo que su hermana le habrá contado, sus depresiones, su abandono de la docencia... En fin, cuando nos dijo que se casaba con Ana, después de doce años de un mal arrejuntamiento, a su tía y a mí se nos encendió una luz. Ya, ya sé que al principio no nos pareció que una relación con una ex-alumna fuera algo demasiado conveniente. Pero su tía enseguida me hizo entender que un compromiso matrimonial podía ayudarle a hacerse un hombre integro de verdad. Claro que fueron meros deseos de padre... . Una vez más ha acabado envuelto en su cobardía y en su miedo. Y lo peor es que nos hace sufrir a los demás. ¿Qué pensarán de nosotros? No entiendo cómo mi propio hijo puede actuar así y hacerme esto a mí. Sencillamente no le reconozco.”
-Sr. Gorostiaga ...
-Sí. Perdone, perdóneme usted. Ya sé que toda esta historia no tenía que habérsela contado. Perdone que me haya desahogado con usted, pero a alguien tenía que decírselo... ¡Y encima, esos relatos suyos que acaban de publicar! Lo siento, no quiero seguir molestando. Salude a su hermana de mi parte y dígale que se olvide lo antes posible de mi hijo.
-Cuídese Sr. Gorostiaga.
-¡Adiós, adiós!.

Texto agregado el 09-12-2004, y leído por 193 visitantes. (0 votos)


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